El Observador
Hace medio siglo el maestro ruso Eugene Znosko Borovsky escribió una pequeña obra para principiantes: Como no debe jugarse al ajedrez. En los últimos tiempos, pero particularmente en los últimos tres días, Argentina, España y Uruguay (nombrados por orden alfabético) escribieron el guión sobre cómo no debe jugarse a la diplomacia.
Hace medio siglo el maestro ruso Eugene Znosko Borovsky escribió una pequeña obra para principiantes: Como no debe jugarse al ajedrez. En los últimos tiempos, pero particularmente en los últimos tres días, Argentina, España y Uruguay (nombrados por orden alfabético) escribieron el guión sobre cómo no debe jugarse a la diplomacia.
Todavía está fresca la filigrana que construyó Juan Carlos de Borbón - primero como príncipe de Asturias, luego como rey de España – para llevar a su país desde la atada y bien atada estructura franquista hacia una democracia moderna. En esos tiempos también contribuyó y mucho a apuntalar el retorno a la democracia de países como Uruguay. Eso mismo hace incomprensible la fenomenal gaffe cometida con el conflicto del río Uruguay. Mediar es un arte complejo, pero mediar en este conflicto era mucho más sencillo que detener la guerra entre Argentina y Chile; y mientras la corona española fracasó en arreglar el corte de un puente y la instalación de una fábrica, el Cardenal Samoré y la Santa Sede triunfaron en lograr la paz. Quizás la diferencia estribe en que entonces fue un conductor político y ahora, consolidada la monarquía constitucional, es un jefe de Estado arbitral.
España cometió varios errores que coadyuvaron a este fracaso diplomático.
Uno. Uruguay se jugó a la inversión española de Ence, que constituyó el comienzo del conflicto por las mal llamadas papeleras y afrontó la primera instancia en La Haya en defensa de la española Ence. Cuando todavía se estaba escribiendo la resolución de la Corte, Ence anuncia desde la propia Casa Rosada que cancela su proyecto de Celulosas de M’Bopicuá, con lo que deja al Uruguay con la mitad de las ruedas para arriba. En los mismos días, Rodríguez Zapatero envía encendidas señales de amistas y fraternidad con Kirchner. Uruguay sintió que no tuvo el apoyo del país cuyas inversiones defendía.
Dos. A los pocos meses Vázquez acepta los buenos oficios del rey Juan Carlos. Pero en los doce meses sucesivos el canciller español dio varias señales de falta al menos del perfecto equilibrio que deben tener los mediadores.
Tres. Se puede decir que en España no se logró entender las profundas razones y sinrazones de cada una de las partes, única forma de que una gestión pueda arribar a buen puerto. No entendió ni la lógica argentina ni la lógica uruguaya. Y hasta cometió errores de forma, cuando el canciller español llamó por teléfono al presidente Vázquez, saltando por encima de las más elementales normas diplomáticas, porque en un solo acto desconoció al canciller uruguayo y rebajó el nivel del presidente.
Argentina no entendió a Uruguay ni Uruguay entendió a Argentina. Ambos cometieron un error muy frecuente en la política y más frecuente de lo debido en la diplomacia: analizar al otro de acuerdo a los valores, la cultura, la forma de ser y de pensar, el carácter y el temperamento de uno mismo. Tampoco el gobierno argentino ni el gobierno uruguayo entendieron que en la diplomacia (y uno diría en cualquier aspecto de la vida) la forma es tan importante como la sustancia (cuántas veces una discusión matrimonial comienza por: “no es lo que me dijiste, sino cómo me lo dijiste”); y en algunos episodios este aserto fue tampoco entendido por la cancillería española. A la confusión de ambos gobiernos del Plata contribuyó una confusión muy usual en estas latitudes: ambos son países con bastante semejanza en sus orígenes poblacionales y en su cultura, pero se olvida que sus valores, conductas y procedimientos son sustancialmente diferentes, y en muchos aspectos, opuestos.
Uruguay es un país que cree en el derecho, en la resolución de los conflictos a través de las normas y mediante la acción de los jueces. Lo cree y lo practica en lo interior pero además lo cree y lo practica en lo exterior, en este caso no sólo como una virtud sino como una necesidad: la apuesta al derecho es el arma más poderosa de los países pequeños. Y los uruguayos creen además que no hay entendimiento con ganadores y perdedores. Argentina cree poco en las normas y muchos menos en los jueces, y traslada al mundo la visión que tiene de sí mismo. Los argentinos creen en la fuerza y han desarrollado una cultura y una lógica del empleo de la fuerza, y además tienden a creer que cuando uno queda satisfecho en una transacción o negocio, es porque necesariamente el otro perdió.
De esto se derivan dos cosas. Una, que todo paso atrás de Uruguay fue invariablemente entendido por Argentina como un acto de debilidad. Dos, que Argentina reaccionó a la violación uruguaya del Estatuto del río Uruguay (que posiblemente hubo en el caso Botnia) con el apoyo o la tolerancia al bloqueo del puente, porque le parece natural reaccionar con la fuerza ante una ilegalidad sin esperar la decisión del juez y nunca entendió que un acto de fuerza es justicia por mano propia, absolutamente inaceptable para los uruguayos. Pero también se deriva que Uruguay no fue consecuente en este último tema, porque dio señales equívocas al negociar con su contraparte mientras el acto de fuerza se mantenía, sin que se produjese su cese como un acto de previo y especial pronunciamiento. En lo civil, laboral, comercial o internacional, no hay negociación ni mediación si primero no cesan los actos de fuerza. De paso, la naturaleza de la cosa no cambia porque se las llame de otra manera: lo de España fue una mediación y lo que hubo fue una negociación, aunque se le llamase diálogo.
Kirchner y sus allegados vieron este conflicto y lo manejaron con la lógica y los procedimientos de un conflicto interno argentino. Más aún, parece claro – y las palabras a los ambientalistas en Chile es un paradigma – que miraron siempre el tema en función de pérdidas y ganancias en la política interna. El inquilino de la Casa Rosada vio llegar al gobierno a un Tabaré Vázquez que antes de ser presidente había dado señales públicas de oposición a los emprendimientos celulósicos y sostiene – lo que es creíble – que el luego presidente uruguayo se comprometió a paralizar dichos proyectos. Se sintió engañado – no importa si con razón o sin razón – y reaccionó con la furia con que reacciona cuando se siente traicionado por un ex presidente, un gobernador o un intendente; y a esa furia sumó la furia de sentirse desobedecido. Porque sintió que le daba a Vázquez las mismas órdenes que al gobernador de Santa Cruz y trató de empujarlo como empujó al mandatario de su provincia. Y esa furia creció exponencialmente cuando el arma que siempre funcionó con cada uno de sus adversarios, esta vez no funcionaba.
De este lado se vieron entrampados entre la visión ideologizada y la razón de Estado. Por un lado el sueño de construir un Mercosur políticamente fuerte entre gobiernos amigos y de la misma ideología y por otro la realidad de un conflicto donde la contraparte jugaba claramente la razón de Estado. A lo cual se agrega la falta de una conducción única y una estrategia única en el conflicto, que la contraparte sí la tuvo. Así hubo pasos en falsos: la demanda ante La Haya, la oscilación entre política de consenso nacional y política presidencial, el no medir tiempos, oportunidades y lugares para endurecer o para ablandar.