31 May. 2015

El futuro de la “concertación”

Oscar A. Bottinelli1

El Observador

Culminado el ciclo electoral 2014-2015 se inicia un cuatrienio que culmina con el comienzo del ciclo electoral 2019-2020, en el cual adquieren relevancia los debates sobre dos temas: uno es la la reforma política, y el otro es qué piensan de su propio futuro los partidos tradicionales. Hay dos tipos de hechos que empujan este último debate: uno es el resultado de Edgardo Novick , y dos, el fracaso de los partidos tradicionales en retener Salto, Paysandú y Río Negro, teniendo más votos que el Frente Amplio, precisamente por haber mantenido su independencia electoral y no haber convergido como lo hicieron en Montevideo.

Culminado el ciclo electoral 2014-2015 se inicia un cuatrienio que culmina con el comienzo del ciclo electoral 2019-2020, en el cual adquieren relevancia los debates sobre dos temas: uno es la reforma política, que si se encara con seriedad, debe abarcar el análisis del sistema de gobierno, del sistema electoral y del sistema de partidos, y el otro es qué piensan de su propio futuro los partidos tradicionales, si se mantienen como dos sujetos políticos independientes o tientan alguna forma de convergencia en un nuevo sujeto político. Hay dos tipos de hechos que empujan este último debate: uno es el resultado de Edgardo Novick , como señal de que los dos tercios de la ciudadanía montevideana del área tradicional prefiere una figura convergente antes que mantener la lealtad a las viejas estructuras fundacionales; y dos, el fracaso de los partidos tradicionales en retener Salto, Paysandú y Río Negro, teniendo más votos que el Frente Amplio, precisamente por haber mantenido su independencia electoral y no haber convergido como lo hicieron en Montevideo.

Desde el punto de vista sistémico el llamado “Partido de la Concertación” es una profunda perforación de las bases estructurales del sistema electoral uruguayo, que lo hiere y desestabiliza. En primer lugar, porque se admitió la existencia de partidos estrictamente departamentales, en un país en que se concibe que los partidos sean agentes políticos exclusivos y excluyentes en todos los niveles, nacional, departamental y local (la leguleyería de que fue un partido nacional que votó solo en el plano departamental y local en un solo departamento, sirve solo para salvar lo formal, pero no salva la herida sustantiva). Este principio ya fue herido en 1946 y 1950, en una peculiar decisión de la Corte Electoral que permitió la existencia de lemas ad-hoc estrictamente departamentales (tan ad-hoc, que la denominación de cada lema casi no se repitió en ningún departamento); pero el rechazo que generó esta práctica llevó al restablecimiento de la hoja única de votación para la totalidad de los cargos (nacionales y departamentales, más adelante locales) y consecuentemente al reforzamiento del principio de que no existen diversos niveles de partidos en el sistema electoral nacional.

En segundo lugar, porque el sistema electoral uruguayo desde su fundación se basa en el principio -explícito en la Ley de Elecciones- que ningún partido político puede registrar candidatos que pertenecieren pública y notoriamente a otro partido. Este principio fue violado de manera harto notoria el pasado 10 de mayo en Montevideo (lo curioso que se preocuparon todos de un tema auxiliar, como que no podía ser candidato alguien que lo hubiese sido en las mal llamadas “elecciones internas” y se saltearon algo más sustantivo como este principio).

Entonces, con sentido de preservar la coherencia del sistema electoral, es impensable repetir la experiencia del Partido de la Concertación en tanto partido exclusivamente departamental y con miembros que actúen en un partido en lo nacional y otro en lo departamental. Lo coherente, desde el punto de vista del centenario sistema uruguayo, es plantear la discusión hacia un modelo global: para todo el país y para los 19 departamentos. Por tanto, plantearlo no ya como un proyecto electoral sino como un proyecto político.

El otro tema,a tener presente en el debate es que la sociedad uruguaya funciona en base a un modelo polar, con un polo a la izquierda constituido por un solo partido y otro polo a la derecha constituido por dos partidos. Como no es un sistema polar excluyente, por fuera hay una constelación de partidos menores. El electorado del polo que se puede denominar “tradicional” se mueve con mucha facilidad entre uno y otro lema tradicional; más aún, tanto la lectura de los votos por circuito como los estudios demoscópicos permiten observar que en un fragmento significativo las ofertas de candidaturas condicionan la opción por uno u otro lema.

Los dos partidos fundacionales presentan claras diferencias de perspectiva histórica y derivado de ello también nítidas diferencias de estilo; a su vez, dentro de cada partido es observable con bastante nitidez la existencia de dos corrientes que atraviesan más de siglo y medio. Es lo que en los blancos arranca como vicentinos y amapolas en los años cincuenta del siglo XIX, luego fueron principistas y caudillistas, independientes y herrerista para desembocar en los últimos tiempos en lo que con bastante imprecisión se llama “wilsonismo” y nueva formulación de “herrerismo”. Y en los colorados también surge la de principistas y caudillistas, radicales y conservadores, para en el siglo XX perfilarse en batllistas e independientes. Pero más allá de ese juego de dos tradiciones y cuatro corrientes, a partir de la ruptura del bipartidismo y de la instauración del Frente Amplio como partido dominante, se observa cada vez más próximos a ambos partidos tradicionales, con elementos comunes sustantivos en cuanto a valores y a visión de país y de sociedad. Lo que lleva a una convergencia de los partidos tradicionales no es principal ni sustantivamente el oponerse al Frente Amplio -como livianamente se señala- sino un macro proyecto común de país y de sociedad. Más tarde o más temprano se plantea la discusión sobre la necesidad de conveniencia de transformar eso en un sujeto político común, una alianza en la terminología de Duverger.

Para que converjan en una alianza y no se hagan circunloquios leguléyicos como el “Partido de la Concertación”, bastan pocas modificaciones al derecho electoral por vía de ley especial (no es necesario reforma constitucional), para que esa alianza plasme sin necesidad de que ningún partido abdique de sus nombres, símbolos y colores. Esa ley debería tener el apoyo del Frente Amplio, al menos como reciprocidad y agradecimiento por el favor que en 1989 le hicieron los partidos tradicionales al votar por ley especial la calidad de lema permanente del Partido Frente Amplio. Y si no es por devolución de favores porque se considera que no hubo favores, por realismo político, como lo fue en 1989 y podría serlo en este próximo cuatrienio.


1 Catedrático de Sistema Electoral de la Universidad de la República (Facultad de Ciencias Sociales-Instituto de Ciencia Política)