26 Jul. 2015

El semiparlamentarismo criollo

Oscar A. Bottinelli1

El Observador

Uruguay en la praxis o en lo simbólico se ha ido deslizando hacia el presidencialismo. Al respecto cabe mencionar varios elementos. El primero, la reforma electoral de 1997 con la introducción de las mal llamadas “elecciones internas” que ha centrado la competencia electoral en la competencia presidencial (…). El segundo, el cambio de praxis ocurrida en el primer gobierno de Sanguinetti en cuanto a la censura parlamentaria (…). El tercero, la creencia difundida por muchos actores políticos, periodistas y analistas políticos, de que se trata de un sistema presidencial y ello permite al presidente remover libremente a los ministros en cualquier momento y sin costo alguno. El cuarto, la forma en que la existencia de mayoría absoluta parlamentaria de un partido político que hacia afuera de sí mismo opera monolíticamente (…). 

La lógica de los dos últimos gobiernos de los partidos tradicionales corresponde al más nítido modelo de tinte parlamentario, donde la conducción del gobierno -o la integración del Consejo de Ministros- operó esencialmente en el formato de coaliciones explícitas bipartidarias. Y el anterior a ambos, presidido por Lacalle, operó como una coalición entre el partido mayoritario y dos de las tres fracciones del segundo partido. Cuando el tinte parlamentarista se diluye es cuando el Frente Amplio -y va su tercer gobierno- otorga poderes excepcionales al presidente de la República.

El sistema de gobierno uruguayo cabe clasificarlo como de semipresidencial o semiparlamentario, aunque se hace necesario formular algunos avisos a los navegantes2. Primero, la diferencia entre semipresidencialismo y semiparlamentarismo es muy sutil y excede los límites de un análisis periodístico. Segundo, no hay consenso en la cátedra sobre la definición del sistema; en líneas generales los constitucionalistas tienden a clasificarlo como parlamentario y la mayoría de los politólogos como presidencialista; por lo tanto, esta definición intermedia es minoritaria, sostenida por este autor y unos pocos (viejos) politólogos.

Las diferencias sustanciales del sistema uruguayo con el presidencialismo clásico son muy fuertes: Uno, la exigencia de respaldo parlamentario para asegurar la continuidad de los ministros. Dos, el hecho que al menos formalmente el presidente de la República está subordinado a las decisiones del Consejo de Ministros, en el cual cuenta con un solo voto al igual que cualquier ministro. Tres, que el presidente de la República por sí solo puede tomar en forma constitucional pocas decisiones, como los nombramientos del director de la OPP y del secretario de la Presidencia. Cuatro, que todas las decisiones del Poder Ejecutivo requieren la conformidad de al menos el ministro o los ministros del ramo. Cinco, que los ministros pueden ser censurados. Seis, que en caso de conflicto entre la mayoría parlamentaria y el presidente de la República, se puede recurrir a la disolución del Parlamento y la convocatoria a elecciones complementarias. Estas son diferencias de fondo con los sistemas presidenciales.

A su vez hay diferencias fuertes con el parlamentarismo clásico: Uno, que no existe voto previo de confianza para la conformación del Consejo de Ministros (aunque Justino Jiménez de Aréchaga sostiene que ello está implícito en la Constitución y es un acto de inconstitucionalidad el que no se realice). Dos, que el jefe de Gobierno no emana del Parlamento sino que lo es el propio jefe de Estado, elegido en forma directa por el Cuerpo Electoral. Son también diferencias de fondo.

Ahora bien, cuidado con las confusiones. Con la excepción de Uruguay, todos los sistemas intermedios cuentan con la figura de un primer ministro. Pero no todos los primeros ministros corresponden a la misma categoría constitucional y politológica. Los primeros ministros en sistemas parlamentarios puros son los jefes de Gobierno, llámense primer ministro, premier, canciller federal, presidente del Gobierno, presidente del Consejo de Ministros. En algunos sistemas híbridos, que funcionan con un tinte parlamentarista (Austria, Finlandia, Irlanda, Islandia, Portugal), el primer ministro es tambien el jefe de Gobierno.

En cambio, en Francia es diferente. Cuando coinciden políticamente el presidente de la República y la mayoría parlamentaria, el jefe de Gobierno lo es el presidente de la República mientras el primer ministro es una especia de coordinador general del gobierno. Cuando el presidente de la República responde a un bloque político y la mayoría parlamentaria a uno opuesto, se da lo que se denomina cohabitación -habida en cuatro ocasiones- y en ese caso el papel del primer ministro se asemeja al de un jefe de Gobierno, excepto en defensa nacional y política exterior, reservadas o con preeminencia del presidente de la República. El que en Uruguay no haya primer ministro o no haya un jefe de Gobierno separado del jefe de Estado, no asimila el sistema a un presidencialismo puro, como no lo asimila en Francia en épocas normales, sin cohabitación.

Ahora bien, terminada la descripción teórica, se observa que Uruguay en la praxis o en lo simbólico se ha ido deslizando hacia el presidencialismo. Al respecto cabe mencionar varios elementos. El primero de ellos, la reforma electoral de 1997 con la introducción de las mal llamadas “elecciones internas” que ha centrado la competencia electoral en la competencia presidencial, maximizando la figura de los candidatos presidenciales y desplazando la importancia de las elecciones parlamentarias. El segundo, el cambio de praxis ocurrida en el primer gobierno de Sanguinetti en cuanto a la censura parlamentaria: se abandona la centenaria tradición uruguaya de renuncia obligada de un ministro por emisión de un voto simple de desconfianza por una sola de las cámaras; así se lleva a que la censura opere solo con el cumplimiento de la doble o triple instancia que prevé la Constitución. El tercero, la creencia difundida por muchos actores políticos, periodistas y analistas políticos, de que se trata de un sistema presidencial y ello permite al presidente remover libremente a los ministros en cualquier momento y sin costo alguno. El cuarto, la forma en que la existencia de mayoría absoluta parlamentaria de un partido político que hacia afuera de sí mismo opera monoliticamente, sin dejar espacio a la labor parlamentaria e inclusive al debate y negociación parlamentaria aun en la materia estrictamente legislativa.

La lógica de los dos últimos gobiernos de los partidos tradicionales corresponde al más nítido modelo de tinte parlamentario, donde la conducción del gobierno -o la integración del Consejo de Ministros- operó esencialmente en el formato de coaliciones explícitas bipartidarias. Y el anterior a ambos, presidido por Lacalle, operó como una coalición entre el partido mayoritario y dos de las tres fracciones del segundo partido. Cuando el tinte parlamentarista se diluye es cuando el Frente Amplio -y va su tercer gobierno- otorga poderes excepcionales al presidente de la República y reduce el debate político y el debate legislativo a un debate interno de la fuerza política oficialista.


1 Catedrático de Sistema Electoral de la Universidad de la República (Facultad de Ciencias Sociales-Instituto de Ciencia Política)

2 Sexta nota de una serie prolongada e intermitente como guía para la discusión de la reforma política. Ver El espíritu del abordaje de la reforma, Tiempos para la reforma políticaDel diagnóstico y de los objetos, El Partido Nacional como víctima y De presidencialismo y parlamantarismo.