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En
los países pluralistas, con competencia política y diversidad
partidaria, existen groseramente dos grandes tipos de relación entre
los partidos respecto al ejercicio del gobierno: uno en que se
tiende a la consensualidad y otro en que los roles de gobierno y
oposición aparecen bien definidos. La distinción entre uno y otro es
parte no sólo del juego político, sino de la cultura nacional: hay
países en que parece tan obvio que el gobierno gobierne por sí
mismo, que no se considera un acto de intolerancia la no consulta a
la minoría; en otros países, se supone que el gobierno decide por sí
mismo tan sólo cuando el acuerdo con la oposición ha resultado
imposible, y esa decisión es válida en tanto mal menor.
El Reino Unido corresponde al primer ejemplo, donde rara vez al
partido de gobierno se le ocurre tan siquiera oír la opinión de los
demás partidos. Se necesitó una amenaza tan formidable como la de la
Alemania nazi para que hubiese un gabinete de Su Majestad con ambos
partidos, un gobierno de unidad nacional, lo que no sobrevivió a la
derrota del nazismo: hubo elecciones y gobierno monopartidista
cuando todavía restaban varias semanas de guerra contra el Imperio
del Sol Naciente. Uruguay es el extremo opuesto, quizás el ejemplo
más extremo entre los regímenes competitivos de larga data. Bajo
distintas formas y con distintos nombres no se ha admitido el
gobierno exclusivo y excluyente de un solo partido, desde la vieja
coparticipación a la coalición de gobierno, pasando por la
concertación, la gobernabilidad y la coincidencia nacional. No
siempre ha sido así y hay claras excepciones; una de ellas se da en
la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado, en que el
país vivió sin duda la polarización más fuerte y violenta desde la
terminación de las guerras civiles; y la otra excepción es ahora,
porque el hecho que haya una coalición bipartidaria lo único que
significa es que hay un bloque de dos partidos que ejerce el
gobierno con el respaldo del 55% de la ciudadanía, mientras queda
fuera el otro 45%, fuera inclusive del contralor de la gestión en
los entes autónomos y los servicios descentralizados. En realidad ni
siquiera hay plenamente un gobierno bipartidario a la usanza de las
coaliciones europeas, ya que en realidad el Partido Colorado se
considera a sí mismo “El” partido de gobierno, y actúa como tal,
mientras que el Partido Nacional se ve a sí mismo como un partido
que ayuda y contribuye a un gobierno ajeno; pero este es otro tema.
Pese a que el funcionamiento político indica en el país la
existencia de una clara diferencia de papeles entre gobierno y
oposición, ello es visto como una patología, tanto por el sistema
político como por los formadores de opinión. Por un lado desde
tiendas oficialistas o desde opinantes con ideas más o menos
proclives a la coalición, se cuestiona al Frente Amplio porque no
apoya las medidas del gobierno, porque se opone a las mismas. A su
vez, desde el Frente Amplio se cuestiona al gobierno porque no se le
consulta y por gobernar de acuerdo con sus ideas y con sus
propuestas. En definitiva, cada uno cuestiona al otro el jugar el
papel clásico de gobierno y de oposición. Pero lo más significativo
es que cada uno pretende jugar su rol clásico y demandar al otro el
cumplimiento de un espíritu consensual. Así es como blancos y
colorados reprochan una y otra vez al Frente Amplio el no acompañar
las iniciativas del gobierno, pero en general rara vez se les ocurre
consultar sobre tales iniciativas ni atender las ideas o sugerencias
de la izquierda; se parte del supuesto que el patriotismo de los
frenteamplistas los obliga a apoyar incondicionalmente al gobierno.
Desde el Frente Amplio, por su parte, se reclama una y otra vez el
ser consultado, se reprocha al gobierno actuar por sí y ante sí,
pero se parte del supuesto que cuando desde el oficialismo se hacen
concesiones no existe obligación de reciprocidad, como ocurrió
cuando la Ley de Ancap.
Ambos sistemas son tan buenos el uno como el otro, tanto el
británico o el que los uruguayos consideran como ideal. Pero hay que
optar por uno de ellos y atenerse a la lógica y las consecuencias de
cada uno. Lo que no se puede es usar un sistema de
gobierno-oposición para sí mismo y cuestionar al adversario por no
respetar las reglas de la consensualidad.
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