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La muerte de Augusto Pinochet aparece como el cierre de una
época. Al menos sale de escena el individuo a quien se adjudicaron
todos los males y todos los bienes de un periodo de la vida chilena.
Lo primero y necesario es separar al personaje de la obra. Una cosa
es analizar a la persona de Augusto Pinochet y otra cosa es analizar
el pinochetismo, si es que así se quiere denominar al régimen que
tuvo la autoridad en Chile desde el 11 de setiembre de 1973 hasta un
momento difícil de determinar, porque en el país trasandino no se
cambió de un día para otro, sino que la transición ha sido un
proceso largo y complejo
La persona de Augusto Pinochet es muy compleja. Su comienzo
político es oscuro, ya que no se sabe si estuvo entre los impulsores
del golpe de Estado o fue sumado al mismo a último momento; no hay
que olvidar que sus camaradas de armas le desconfiaban, en parte por su
vinculación con Allende, más aún por su fama de hombre escurridizo
y calculador. Su final es el resquebrajamiento del personaje, del de
ese luchador ascético e implacable contra el comunismo
internacional, al que se le encuentra una infinidad de cuentas
dispersas por el mundo, muchas a nombre de personas ficticias,
depositarias de cifras varias veces millonarias en dólares.
Pero más allá de esta persona oscura lo que importa es el
personaje, el hombre del escenario, ese hombre de voz chillona y
aflautada y lentes negros, el dictador. Y aquí la palabra cabe en
serio. Porque dictador no es cualquier titular de una dictadura,
sino aquél que resumen en sí la totalidad del poder, o al menos
representa fuera de toda duda esa totalidad del poder. Un nombre
cuya sola mención hace temblar y odiar, y también despertar el amor
incondicional de quienes se sienten protegidos por su figura.
Dictador con todas las letras como lo fueron Trujillo, Somoza,
Stroessner, Melgarejo.
Lo curioso de este dictador es que llega al poder mediante un
golpe de Estado, y por lo tanto asume fuera de toda duda
clasificatoria como un “presidente de facto”, pero baja del poder
con el manto de una Constitución aprobada en plebiscito. Más allá de
las objeciones a todo plebiscito realizado en dictadura, lo que
fortaleció ese resultado, lo que dio un aroma de validez, fueron dos
hechos. Uno, que en parecidas circunstancias y por los mismos
momentos, semanas más tarde, en Uruguay triunfa el NO; aquí – en
esta tierra - el facto careció del jure, no es posible afirmar lo
mismo tras los Andes. Dos, que el resultado electoral del otro
plebiscito, el de 1988, en que triunfa el NO, con la vigilancia de
millares de observadores internacionales, con un fenomenal desgaste
de la dictadura, con un contexto internacional en su contra,
demuestra un poderío electoral formidable.
Así nace el primer legado del pinochetismo: una Constitución bajo
la cual gobernó Pinochet 8 años y bajo la cual perdió el plebiscito
de ratificación para otro octenio y luego abrió el camino al
pluralismo político. Esa misma Constitución pinochetista es la
actual, con los retoques que permitieron eliminar los senadores
vitalicios, cambiar la designación de los mandos militares, pero que
todavía está lejos de un cambio significativo hasta que no se
procese una profunda reforma electoral y finalicen los últimos
residuos de la autonomía militar.
El segundo legado es un modelo económico caracterizado por el
fuerte peso de la economía de mercado, el bajo peso del Estado y la
apertura al mundo. Modelo que en sus líneas centrales ha sido
reafirmado por cuatro gobiernos de la Concertación por la
Democracia, dos con presidencia demócrata cristiana, uno
socialdemócrata y ahora uno socialista. En este campo, no solo Chile
no se despinochetizó, sino que el modelo de un país abierto al
mundo, sin ropajes ni ataduras regionales, con tratados con Dios y
con el Diablo, tienta fuera de fronteras, una tentación que llega
hasta este país y hasta dentro de la izquierda vernácula.
El tercer legado es el de una fuerte inequidad social, una de los
más grandes desniveles latinoamericanos en distribución de la
riqueza y uno de los países con mayor desprotección en seguridad
social. Este tercer legado, que surgió ineludiblemente asociado al
anterior, es el que la Concertación pretende corregir. En un
esfuerzo gigantesco, en una tarea compleja y riesgosa, hace 17 años
que el centro-izquierda busca mantener el más fuerte liberalismo
económico sin aceptar sus duras consecuencias sociales.
Y finalmente el legado que más aflora cuando la persona de
Pinochet llega a su fin: la imposición de un régimen de muerte,
desaparición y tortura, masivo. El pinochetismo logró que el nombre
de Chile se asociase con el de Argentina como símbolo de una de las
más masivas violaciones a los derechos humanos ocurridas en
Occidente en la segunda mitad del siglo XX.
El resquebrajamiento del personaje, producto de que la persona
fue más oscura que el personaje, es lo que permitió que Pinochet
muriese mucho más en solitario que el pinochetismo. Curiosamente, en
tanto se pretendió centrar exclusivamente en su persona los mayores
crímenes del periodo, su muerte deviene providencial para quienes
quieren cerrar el tema. Es lo que ocurre cuando crímenes colectivos
productos de una época se esquematizan en un solo nombre y apellido.
Colectivos por la cantidad de autores y colectivos por la cantidad
de víctimas.
Chile tiene mucho que andar en el camino hacia la superación del
pasado. Es una sociedad profundamente dividida, con causas que no
empiezan ni terminan en el pinochetismo. Un país que todavía no está
en condiciones de rever todo su pasado con la frialdad científica,
para desentrañar por qué esa cuasi-poliarquía, por qué ese país que
era una democracia cuasi plena, derivó en lo que derivó. Quizás con
la cremación del cuerpo de Pinochet pueda empezar el tiempo de mirar
hacia el pasado con frialdad y sin pasión, porque solo así se lo
puede entender. Porque si no hay pasión no se puede luchar, y si no
desaparece la pasión no se puede entender.
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