
La formación de los elencos de
gobierno replantea cuatro temas: cuáles son las
prácticas de mejor recibo por parte de la población
y que señales espera ésta del sistema político; si
en la distribución de cargos políticos o de
confianza se tiene o no en cuenta la pertenencia
partidaria o sectorial de las personas y, en caso
afirmativo, con qué criterio de adjudicación; si a
dichos cargos deben ir especialistas en la materia,
deben ir políticos en general o deben ir políticos
con versación específica en el área respectiva; y
por último, si deben existir o no las carreras
políticas. Por eso, cuando se debate si deben o no
ir personas que fueron previamente candidatos y no
resultaron elegidas, y ello se simplifica en si se
admiten o no los “premios consuelo”, la discusión
comienza por el final y no por el principio, porque
se obtendrá una respuesta para un lado o para el
otro, en función de las respuestas dadas a los tres
primeros temas.
La sociedad tiene sentimientos
claros en diferentes direcciones, que son a su vez
contradictorias. Por un lado ve la distribución de
cargos entre diferentes sectores políticos como un
reparto del botín del Estado: se gana para obtener
un botín y ese botín se reparte entre los
vencedores; pero a veces va más allá de eso, y la
presencia de la oposición puede llegar a verse como
un contubernio en el reparto del botín, percepción
que llevó en 1966 a la reforma constitucional que
eliminó de la Constitución la presencia obligatoria
de la principal fuerza de la oposición. En forma
contradictoria, la no presencia de los partidos o
sectores ajenos al oficialismo se percibe como actos
de exclusión y hasta intolerancia Por otro lado
existe la demanda de llevar a la gente más capaz y
más especializada a los diferentes cargos; y si esta
gente no es política y no se adapta a la política,
la sociedad reacciona se disgusta con el excesivo
teoricismo y academicismo, contra la tecnocracia. Si
la búsqueda de los más capaces escora demasiado la
nave, segmentos de la sociedad levantan la queja
contra el peso excesivo de quienes no tienen ese
respaldo popular; porque ahí la gente descubre que a
un cargo público debe ir no solo quien sabe más,
sino quien con ese saber representa una línea
política determinada, una concepción programática
específica. Entonces, lo primero que surge a la
vista, es que la sociedad tiene un conjunto de
percepciones muy nítidas que los políticos deben
atender, siempre y cuando se tenga en claro que son
contradictorias y por tanto que no son posibles de
satisfacer en su totalidad. Entonces, optar por una
u otra práctica supone más una intuición de baqueano
que una decisión racional, es olfatear haciendo las
cosas de qué manera y presentándolas de tal forma,
que se aminoren disgustos.
El problema de atender o no a la
pertenencia política no es un tema menor. Atender a
la pertenencia partidaria o sectorial de los
ministros, subsecretarios, directores, conlleva
directamente a otro tema: si se atienden esas
pertenencias ¿con qué criterio se hacen las
designaciones? Porque eso implica decir. “la persona
más capacitada para tal cargo es Fulano, pero su
sector ya tiene demasiados nombres en el gabinete,
entonces no se la puede nombrar”. Entonces viene la
visión negativa de que así se trata de un reparto
del botín. Si no se atienden las pertenencias
partidarias, o se las atienden subsidiariamente, se
pueden llegar a situaciones como las del actual
gobierno saliente, cuando en sus inicios designó a
cuatro socialistas en el gabinete (incluyendo en él
a la secretaria de la Presidencia de la República) y
a solo dos miembros del Espacio 609. Entonces se
consideró que el barco quedaba demasiado escorado
hacia el socialismo; en términos senatoriales, un
miembro del gabinete equivalía a tres senadores del
Espacio 609 pero solo a medio senador del Espacio 90
(socialistas). Si se considera que un gobierno debe
estar equilibrado entre las distintas corrientes de
pensamiento que lo integran, atendiendo a los
respectivos pesos específicos que surgen de los
respaldos ciudadanos, surge una tensión inevitable
ente no querer el reparto del botín y querer un
equilibrio político.
Otro tema es la polémica entre
los perfiles técnicos y los perfiles políticos. Lo
primero conlleva a la tecnocracia y esa tecnocracia
muchas veces va de la mano de la impericia política.
Lo segundo muchas veces va de la mano de la
impericia técnica de los gobernantes, o del énfasis
de la gestión exclusivamente en aquello que da
réditos políticos directos para el titular del
cargo, como por ejemplo, para citar algún caso
comprobable, que un ente autónoma destinó la casi
totalidad de sus obras a solo tres departamentos,
casualmente las bases electorales de sus tres
directores. Esta es otra tensión, que quizás tiene
un camino del medio más fácil - si se encuentran las
personas adecuadas, lo que no siempre se da - en la
designación de políticos con especialización en el
área respectiva.
Por último está el tema de las
carreras políticas: si deben profesionalizarse o no.
De un lado la tesis de la conveniencia para el país,
para el gobierno, la profesionalización de los
elencos políticos, por entender que como ocurre en
toda carrera, la permanencia tiende a perfeccionar
las habilidades y los conocimientos de cada uno, con
los consiguientes descartes que hay en toda carrera
profesional. Ello conlleva a segurar a los políticos
salvaguardas contra las incertidumbres que genera la
política en general y las instancias electorales en
particular, salvaguardas que pueden ir desde
reaseguros para la continuidad de las carreras
(prioridad en la designación en cargos de gobierno o
administración, lo que visto negativamente son los
“premios consuelo”) hasta lo económico (subsidios
para los periodos en que no se ocupan cargos,
jubilaciones anticipadas o privilegiadas); la alta
rotación del personal político, desde este punto de
vista, aparece como un problema y en general como no
deseable. La tesis opuesta ve como negativa la
profesionalización política, cuyo efecto menos
deseado es la creación de una clase o logia que
defiende sus intereses y privilegios, a la vez que
se aleja de sus representados; una elite que
propende a la defensa de sí misma y a la
autosustentación, y para ello genera privilegios
económicos y “premios consuelo”.
Más o menos estos son los
lineamientos principales de los complejos elementos
en juego a la hora de formar los elencos de
gobierno.