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décadas pasadas; y en Estados Unidos los institutos de democracia
directa se expandieron bastante, aunque casi exclusivamente en el
nivel municipal (no existen a escala federal).
Antes que nada se
impone una disquisición terminológica. En el derecho comparado
existe mucha confusión en la distinción entre plebiscitos y
referendos, por lo que a título de generalización los
denominaremos como actos plebiscitarios. En el mundo adquirieron
gran desarrollo tres tipos de estos actos: los de aprobación o
ratificación de normas, los abrogatorios (derogatorios o
anulatorios) y los consultivos. En Uruguay se desarrollaron los dos
primeros tipos. Uno, el acto de carácter aprobatorio o
ratificatorio se reservó en forma exclusiva y excluyente para la
materia constitucional (al que el derecho uruguayo denomina
plebiscitos). Dos, el acto abrogatorio (con carácter derogatorio,
denominado referéndum) se orienta hacia las leyes ordinarias tanto
nacionales como municipales (los llamados decretos de Juntas
Departamentales). Por vía de los hechos, sin cambio jurídico
alguno, en el país se instituyó el acto plebiscitario aprobatorio
de leyes ordinarias, a través de la forma de un plebiscito
constitucional: a partir de 1989 y en dos oportunidades (las dos
"reformas de los jubilados") se aprobaron
plebiscitariamente disposiciones constitucionales que por su
contenido corresponden a leyes ordinarias.
Los actos de
democracia directa como complemento de la democracia representativa
operan en el mundo con tres finalidades básicas:
Una. Cuando el
sistema político en su conjunto o en particular el gobierno buscan
un expreso e inmediato respaldo popular para una medida determinada
o un paso trascendente o polémico en la vida del país. En tal línea
de fundamentación se pueden encontrar los actos plebiscitarios de
ratificación del Tratado de Maastricht (en todos los países
comunitarios, excepto el Reino Unido) o el ingreso de España a la
OTAN.
Dos. Cuando en un
sistema político dividido en forma relativamente pareja, una de las
partes busca dirimir el conflicto en un terreno que supone le
resulta más favorable que el de las instituciones representativas
(como lo es hoy en Uruguay entre partidos tradicionales e izquierda,
o en Italia entre centro-izquierda y centro-derecha).
Tres. Cuando
actores menores del sistema político sienten que en determinados
temas pueden sensibilizar a electores de otros partidos y a la
ciudadanía independiente a favor de su causa. Esta vía a sido muy
utilizada por partidos que promueven causas ambientalistas,
liberacionistas sexuales, abortistas, divorcistas, defensoras de
minorías (étnicas, nacionales o religiosas). Ocurre que en estos
temas las dirigencias políticas optan por políticas prudentes a
fin de no desafiar al segmento conservador de sus propios votantes;
en tal caso, los grupos promotores de plebiscitos logran captar en
su favor al segmento más liberal de votantes de esos mismos
partidos, y crear así divisiones transversales en el sistema político.
El plebiscito como
recurso de actores civiles en divergencia con los actores políticos
puede considerarse una excepción, más bien como escenario posible
en países donde el sistema político acusa signos fuertes de
deterioro y cuestionamiento de representatividad, y donde en la
sociedad civil aparece una fuerte red de entidades absolutamente
independientes y a veces hasta opuestas a los agentes políticos.
Por tal razón ello es la excepción y no la norma, es la patología
de la democracia directa asociada a la democracia representativa, y
no la conducta esperada en una sociedad con aceptable funcionamiento
democrático. En definitiva el actor principal de todo acto
plebiscitario es siempre el actor político.
¿Cómo aparece
Uruguay en comparación con otros países de democracias
representativas estables, que se complementan con institutos de
democracia directa y cuentan con larga tradición de sistemas políticos
competitivos? Por un lado como un país de alta fuerza de la
democracia directa, dado que sólo mediante plebiscitos es posible
enmendar la Carta Magna. Por otro, en el caso de la legislación
ordinaria, como un país en que los institutos de democracia directa
tienen escasa presencia y serias dificultades de aplicación. En
toda la historia nacional ha habido tan sólo tres referendos en
relación a leyes ordinarias, uno de carácter municipal (1951,
Montevideo, el llamado plebiscito del vintén) y dos de carácter
nacional (1989, Ley de Caducidad; 1992, Ley de Empresas Públicas).
Y a escala nacional los intentos fallidos de recurrir al referendo
han sido tan sólo dos en 16 años de vida institucional
ininterrumpida. En comparación con Europa, nada. Baste comparar con
que hace poco en Italia hubo trece plebiscitos en un solo día.
Es que en Uruguay
la forma de concebir el acto referendario es harto problemática. En
primer lugar se exige un extraordinario apoyo tan sólo para la
realización del mismo (más del 27% del electorado real, que es lo
que representa el 25% de un Registro Cívico Nacional en el cual
figuran cerca de 200 mil residentes en el exterior). Además, el
plazo en que la ley rige en forma provisoria, ya que es susceptible
del recurso referendario, es de un año, lo cual para los tiempos
presentes parece ser un lapso excesivamente prolongado; precisamente
la culpa de que muchas inversiones deban esperar no se debe a que
haya cuestionamientos a la ley (en todo el mundo toda ley tiene
opositores dispuestos a derogarla) sino al plazo establecido
constitucionalmente. Y por si fuera poco los legisladores de 1989, y
con una perseverancia única, también los legisladores de 1999,
establecieron un procedimiento engorroso y además caro para el
Estado.
Sigue sin
entenderse la actitud refractaria al simple procedimiento de las
firmas, cuya aplicación nadie ha cuestionado todavía para impulsar
plebiscitos constitucionales o referendos municipales. Lo curioso es
que se hace un acto votacional, que cuesta más o menos lo mismo que
cualquier elección, a los efectos de saber si se hace o no una
votación. Tampoco se entiende por qué en la pasada reforma
constitucional no se avanzó en la idea de bajar el número de
voluntades necesarias para impulsar un referendo con la correlativa
reducción de los plazos (se habló de establecer la exigencia mínima
en el 10% ó 15% del Registro Cívico Nacional con un plazo de tres
meses).
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