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aparece analizado como un telón de fondo en el que se
reflejan los actores políticos; una tercera es en tanto conjunto de
grupos de presión y una cuarta es en forma pasiva, en tanto
opinión, que como tal interactúa con las dirigencias políticas,
sociales y en general con todos los institutos de intermediación de
la sociedad civil.
La política contemporánea, al
menos la de las últimas ocho décadas, no es un juego de elites
desprendidas de las ciudadanías. Existe una tendencia a ver la política
internacional o nacional como el juego de tres, cuatro o cinco
grandes señores, que por sí y ante sí acuerdan, disienten,
pactan, resuelven, confrontan, o como una masa profesional de
algunos centenares de actores, que actúan por sí y ante sí. Pero
la relación de las elites y la ciudadanía es muy compleja y
fluida. Por un lado las dirigencias políticas son un reflejo de la
gente, ejercen una representación fiduciaria, exponen las formas de
pensar y sentir, la cosmovisión, los ideales y valores de porciones
de la sociedad, y en tanto tales, su acción queda condicionada por
lo que representan. Por otro lado son guía de la gente, el segmento
especializado en lo político y lo público que, a posteriori de
haber obtenido la confianza y transformarse en referente, asume
posiciones, las transmite al segmento que representan y los convoca.
Es, pues, un juego de doble vuelta: las dirigencias que toman
posiciones y realizan una acción de convencimiento sobre los
segmentos de poblaciones afines, y la gente que influye con su penar
y sentir sobre las dirigencias. Esta ciudadanía influye en forma
directa por dos grandes vías: una es a través de la micropolítica,
del contacto directo y personal de los actores políticos con los
ciudadanos, y la otra es como opinión pública, como colectivo, que
es lo que miden y detectan las encuestas.
La labor de un dirigente político
en relación a la ciudadanía que representa es harto difícil. Si
toma una posición pasiva, de leer las encuestas y seguir
estrictamente el sentir y el pensar de la gente, puede terminar en
la inacción, en la no conducción, en generar un vacío de
liderazgo. Si su pensamiento va muy lejos de la comprensión de la
gente y queda muy distante de ese pensar y sentir, puede
transformarse en un profeta, en un visionario, en un precursor, en
alguien que deja una huella hacia el futuro, pero que tampoco ejerce
conducción en el presente. El liderazgo consiste en la justa y difícil
combinación del adelantamiento al futuro en la medida exacta para
que la gente pueda seguir ese liderazgo, a partir del pensar y el
sentir presente. Hay, pues, dos formas de inacción: el estar más
acá del liderazgo, muy pegado al sentir presente de la gente, y el
estar más allá del liderazgo, en una actitud profética que carece
de convocatoria actual. Todo esto pretende decir que los dirigentes
políticos tienen siempre un margen propio de acción, pero que ese
margen es limitado y debe ser administrado con cuidado. La pretensión
de muchos intelectuales (tanto economistas como politólogos) es
considerar ilimitada la capacidad de decisión de las elites políticas
en relación a la gente, y por tanto concluir que es un mero tema de
voluntad personal el apoyar o dejar de apoyar planes o elencos.
Esto es, por supuesto, una especie
de definición teórica del funcionamiento de las poliarquías, es
decir de los regímenes que con mayor o menor precisión se llaman
democracias, pero es válido para todo tipo de sistema político.
Siempre o casi siempre el gobernante ejerce alguna forma de
representación simbólica. A veces se tiende a simplificar y decir:
la necesidad de contar con la opinión pública es una limitante de
las democracias, por eso las grandes reformas sólo se pueden hacer
bajo regímenes de fuerza. Ese aserto tiene un algo de verdad, de
verificable, siempre y cuando se lo limite. No hay dictadura ni régimen
de fuerza que pueda gobernar ilimitadamente, ni mucho menos realizar
cambios en la dirección ni velocidad que fuere si no cuenta con un
apoyo sustancial de opinión pública. Por supuesto que no significa
que requiera el apoyo del 50.01% para hacer algo y dejar de hacerlo
si detecta un sostén de tan sólo el 49.99%; eso sería un abuso de
las matemáticas. Tampoco en una democracia se pueden realizar
reformas profundas de manera indefinida si la mitad más uno impone
sistemáticamente sus soluciones a la mitad menos uno, al menos sin
conducir a la fragmentación nacional. Más allá de porcentajes, lo
que se quiere decir es que el apoyo tiene que ser sólido, fuerte y
grande. Por algo es que los regímenes de fuerza destinan recursos
formidables a la seducción de la opinión pública: a realizar
actos y movilizaciones populares a mediados de siglo, a la
publicidad masiva en el presente. En mayor o menor grado, guste o
no, Hitler, Mussolini y Pinochet contaron en sus momentos iniciales
con importante apoyo de opinión pública. Lo que la fuerza logra es
impedir la capacidad de bloqueo de quienes disienten; la gran
diferencia con los regímenes poliárquicos es asfixiar la oposición;
su dialéctica es tener en su favor la fuerza espiritual de parte de
la opinión pública y usar la fuerza de las armas para neutralizar
a la otra parte de la opinión pública, pero sólo con armas y cero
de apoyo popular nadie gobierna demasiado tiempo.
Todo plan económico es un plan político
y como tal un plan aplicable a la gente y que requiere el consenso,
explícito o tácito, de esa gente. La factibilidad de toda política
está en su aceptación por la sociedad. Cada sociedad tiene sus límites
de tolerancia a lo presente y a los cambios, y tiene también sus
ritmos de aceptación de los cambios. Lo que la crisis argentina
demuestra es que los planes políticos, y los planes económicos,
son esto, necesitan del ejercicio de liderazgo, de esa sabia
combinación de ir por delante de la gente, trazarle un camino a esa
gente, pero no pretender ir tan demasiado adelante que la gente no
pueda seguir ni entender. Cuanto más profunda es una crisis, mayor
es la necesidad de ese sabio equilibrio de parte de los gobernantes.
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