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La coalición y su funcionamiento
Oscar A. Bottinelli
Cuando se elaboró la reforma constitucional, se vio la
instalación del balotaje como una herramienta destinada a
cumplir dos funciones. Una, la directa, el cambio de reglas de
juego en la elección presidencial, mediante el establecimiento
de la exigencia de la mayoría absoluta; en otras palabras, que
el presidente de la República contase con el respaldo de más
de la mitad del electorado activo. Otra, la segunda función
que se atribuyó al balotaje, montado como siempre ocurre con
esta herramienta sobre una realidad multipartidista, fue el
forzar la constitución de coaliciones fuertes. Es que la
necesidad de conformar bloques poderosos para ganar la
elección conllevaba la contrapartida de que ese bloque
deviniese no solamente en una coalición electoral sino en una
coalición de gobierno.
De las experiencias comparadas en países de democracias
consolidadas de largo tiempo surge que las coaliciones de
gobierno que son producto de una previa coalición electoral
tienden a tener mayor durabilidad y cohesión que las
coaliciones estrictamente gubernativas. El balotaje permite en
principio dos grandes conductas para los finalistas. Una es la
disputa del mercado de votantes en forma abierta. La otra es
la conformación de bloques, de coaliciones electorales. En la
pasada experiencia electoral, en el estreno del sistema,
operaron las dos conductas: el Partido Colorado (la fórmula
Batlle-Hierro) formalizó una coalición electoral con todo el
Partido Nacional, mientras el Encuentro Progresista-Frente
Amplio (la fórmula Vázquez-Nin Novoa) se lanzó a la búsqueda
de votos en competencia abierta, en parte por actitud propia y
en parte por escaso espacio para conformar coaliciones. El
resultado abona el primer camino, lo limitado del mercado
abierto para inclinar una elección y el alto piso que supone
contar con una sólida coalición detrás.
Eso desde el punto de vista electoral. Pero, ¿qué pasó con el
acuerdo en tanto coalición de gobierno? Lo esperable a la luz
del razonamiento era una coalición de nuevo tipo, más sólida,
más a la europea, con un involucramiento equivalente de ambos
partidos, con el correlato de una representación más pareja en
la administración y una elaboración conjunta de las políticas.
En otros términos, el razonamiento sería el siguiente: un
presidente elegido por una coalición de partidos pasa a ser un
presidente perteneciente a la coalición y no a su partido de
origen, un presidente de toda la coalición y por encima de los
integrantes de la misma. En cuanto a apoyatura política,
entonces, un sostén paralelo en ambos puntales, lo que supone
apelar por igual a hombres de ambas procedencias y a la
elaboración de las políticas en forma conjunta; no sólo la
planificación de las metas y grandes objetivos, sino la toma
conjunta de las decisiones normales de cierta envergadura.
Ejemplos europeos de este tipo de gobierno hay muchos, pero
puede señalarse la coalición roji-verde en Alemania
(socialdemócrata-ecologista), el pasado gobierno de
centro-izquierda en Italia o el nuevo gobierno de
centro-derecha.
La tradición uruguaya en la disputa del gobierno carecía de
ejemplos de coaliciones electorales strictu senso, es decir,
de agentes electorales diferentes que convergen puntualmente
en una misma propuesta electoral para disputar la titularidad
del Poder Ejecutivo con perspectivas de éxito. Por la dudas
cabe aclarar que en este uso del término coalición (que sigue
la definición dada por Maurice Duverger hace más de medio
siglo en su célebre Sociología Política) el Frente Amplio no
es ni fue nunca una coalición, sino una alianza política, que
se diferencia de aquélla en su voluntad de permanencia, en ser
un proyecto político y no una conjunción estrictamente
electoral. Hecha la aclaración, corresponde reafirmar que
hasta 1999 no se conocieron coaliciones electorales nacionales
y de envergadura. Por tanto, fue un camino nuevo. En materia
de gobierno Uruguay tampoco conoció verdaderas coaliciones de
gobierno, como se definiera anteriormente. Lo que sí
existieron fueron múltiples formas de colaboración y
entendimiento, y con diferentes nombres, como
"coparticipación", "concertación", "gobernabilidad",
"coincidencia nacional" o "la coalición" del período anterior,
que fue lo más parecido a una coalición a la europea, aunque
sin llegar plenamente a ello. La diferencia con las
experiencias anteriores puede notarse en: a) la presencia del
segundo partido en el gobierno se dio a través de figuras de
primera línea (como sus tres candidatos vicepresidenciales en
el gabinete o en la presidencia de una importante empresa
estatal); b) el segundo partido no se consideró un actor de
oposición que colabora con un gobierno ajeno, sino como un
integrante del gobierno; c) las grandes decisiones políticas
fueron en general presentadas como producto de la coalición,
elaboradas y compartidas por ambos componentes del gobierno.
La forma de distribución de las carteras y el desnivel
cuantitativo de uno y de otro actor (cuando sus fuerzas
electorales y parlamentarias eran similares) marcan la
distancia con una coalición a la europea, o como también se la
denomina, una coalición fuerte. Una línea de razonamiento
conducía a que si el tripartidismo había empujado con el viejo
sistema electoral a este tipo de entendimiento de gobierno, un
sistema que empuja a una previa coalición electoral conduciría
a un acuerdo de gobierno aún más sólido.
La contracara del razonamiento está también en el propio
sistema electoral. A diferencia de los regímenes
parlamentarios, en que los actores coaligados pueden efectuar
una presentación electoral común en todas las instancias que
decidan, en el sistema uruguayo hay una instancia clave, donde
se disputan los escaños parlamentarios y se definen los pesos
de los partidos, en que cada uno debe competir por sí mismo:
el aliado de gobierno es un competidor tan peligroso o aún más
que cualquier otro. Eso plantea la duda, y está fuertemente
instalada en el Partido Nacional, sobre si un acuerdo de esa
solidez no conspira contra el segundo partido de la coalición,
si no se da que el primer partido se lleva los lauros y
comparte los costos con el segundo.
Pero ocurre que desde la Presidencia de la República y desde
el Partido Colorado se actuó tanto en la conformación del
gobierno como en la gestión del mismo como si no hubiese
habido reforma política. La presencia del Partido Nacional es
accesoria al gobierno (cinco ministros en un gabinete de
catorce), ninguna presidencia de ente autónomo, ningún
integrante en el equipo económico. Entonces, el nivel
cuantitativo y cualitativo de presencia del segundo partido y
la forma de relacionamiento del presidente y el primer partido
con su socio, los mecanismos de adopción de decisiones, son
todos propios de un sistema en que el partido ganador obtiene
el gobierno por sí solo, sin ayuda de nadie, y luego amplía su
apoyatura para lograr mayorías parlamentarias. Distan, y
mucho, de un gobierno producto del triunfo de una coalición
electoral bipartidaria. La forma de decidir y comunicar la
fuerte reforma impositiva por parte del presidente y el
coloradismo, la reacción del Partido Nacional ante esas
formas, hacen ver la necesidad de reflexionar sobre este
punto., el que además tendrá mucha importancia sobre la
solidez y los efectos de convocatoria de las coaliciones que
se formen, de ser necesario, hacia noviembre de 2004.
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