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Las caras del terror
Oscar A. Bottinelli
Terrorismo
significa, según la Real Academia Española de la Lengua,
"dominación por el terror" y, en segundo lugar, "sucesión de
actos de violencia ejecutados para infundir terror". En las
ciencias sociales hay muchas definiciones de terrorismo y no
pocas veces las diferencias tienen más que ver con posturas
ideológicas que con frías clasificaciones científicas. Por eso
parece más sencillo empezar por el principio, por el sentido
primario de las palabras, y recurrir a los cánones de quienes
dictan las reglas de la milenaria lengua de Cervantes, de los
que surgen dos tipos de terrorismo, según tengan por objeto o
no la dominación. Pero la sucesión de actos para infundir
terror puede realizarse en dos tipos diferentes de escenario:
en un contexto bélico formal o como actos perpetrados fuera
del Estado. El dominio por el terror es el conocido terrorismo
de Estado, que tiene ejemplos desde una fase de la Revolución
Francesa —Robespierre es su emblema— hasta los regímenes
contemporáneos, los que generaron millares de muertos y
desaparecidos. El terror en un contexto bélico es casi
sinónimo de todas las guerras del siglo XX, ya no
circunscritas en lo esencial a enfrentamientos entre tropas
uniformadas, en las que las víctimas civiles superan siempre a
las militares. El terrorismo contra los estados aparece como
un fenómeno dominante a caballo del cambio de milenio.
Muchas veces la propaganda política contra grupos opositores
llevó a la confusión entre terrorismo, guerrilla u oposición
política violenta. Hay una diferencia sustancial desde el
punto de vista clasificatorio, que no significa juicio alguno
sobre bondades o maldades de uno u otro. El terrorismo supone
necesariamente el objetivo de infundir terror y ello se
traduce básicamente en que los objetivos deben ser
indiscriminados. En palabras de tinte militar puede decirse
que la diferencia entre el terrorismo y otras formas violentas
es que en éstas los objetivos humanos son combatientes,
personas que su responsabilidad política o armada los supone
partes en un enfrentamiento de tintes bélicos; en el
terrorismo, en cambio, las víctimas son simples civiles, que a
lo sumo tienen como responsabilidad la pertenencia a una
etnia, a una religión o a una nación. Bombas en discotecas o
en pizzerías no aseguran siquiera que todas las víctimas sean
pertenecientes a la nación considerada enemiga, ni fieles de
la religión anatematizada; pero además tiene en común que las
víctimas necesariamente son civiles no combatientes, no son
policías ni militares ni gobernantes; la mar de las veces son
simples jóvenes con deseos de divertirse o pasar el rato.
La diferencia del ataque a las torres gemelas sobre otros
atentados, por la propia naturaleza del World Trade Center,
por ese carácter cosmopolita de Nueva York y porque las armas
devastadoras fueron simples vuelos comerciales, es la absoluta
certeza de que el ataque iba a exceder al potencial enemigo.
No sólo se iban a generar víctimas estadounidenses sino de las
más diversas nacionalidades, por supuesto del más puro y
odiado Occidente, pero también del más mezclado tercermundismo
indoamericano y también de gente africana y asiática. Si se
pudiese hacer un censo ideológico de las víctimas, se
encontraría una representación variopinta del pensamiento y
las creencias humanas.
Contra lo que habitualmente se dice, el terrorismo no es
irracional, al menos en el sentido de ser ilógico; puede
llegar a niveles excepcionales de crueldad y mortandad, pero
es producto no de un desvarío temporal, sino de una lógica
rigurosa. Es perfectamente lógico; responde a un razonamiento
duro y sin fisuras a partir de premisas cerradas. Supone
necesariamente la creencia en un bien inequívoco y un mal más
o menos inequívoco. Porque en esencia el terrorismo es posible
aplicarlo a partir del axioma de que "todo el que no está con
nosotros está contra nosotros". Algo así como el "no hay
inocentes" de la banda Bonnot, terrorista y delictiva con
tintes de un anarquismo informe, que asoló París a comienzos
del siglo XX. Cuando el terrorismo se une con fanatismos
extremos, donde el suicidio es contemplado como un acto
sagrado, es cuando alcanza su paroxismo y su mayor
implacabilidad.
El terrorismo tiene siempre muchas posibilidades de éxito,
porque el mismo va más allá de la suerte de los terroristas y
de los impulsores de un terrorismo. El primero de sus éxitos
es que en el mundo es una minoría la dispuesta a condenar
siempre y en todo caso el terrorismo, con total independencia
de quién es el autor y quién es la víctima; en todos los
campos ideológicos se pueden señalar momentos en que el
terrorismo fue justificado por alguna causa o fue camuflado
como actos no terroristas, como actos meramente policiales en
algún caso, como hechos de guerra, como violencia contra la
opresión, o como represalia para no dejar crímenes impunes. La
lista es muy larga y puede decirse que en el mundo no hay
bando ni ideología que no sea culpable de algún acto de
terrorismo a lo largo de la úlima centuria. Otro éxito del
terrorismo es que la mar de las veces genera réplicas con su
misma lógica y su misma ética; las víctimas del terrorismo
adoptan la misma lógica de los terroristas y proponen medidas
del mismo tenor y en el mismo plano de valores.
Y su éxito mayor es precisamente lograr su objetivo: sembrar
el terror. Porque la paranoia es, sin duda, una consecuencia
directa del terror y una comprobación de que el terror ha
cundido. La exacerbación de controles, las restricciones a las
libertades personales, las violaciones de derechos humanos
como consecuencia de un acto terrorista son, en definitiva,
triunfos de esos actos: lograron imponer el terror.
También es un éxito de la política del terror lograr que mucha
gente disocie la muerte indiscriminada con la simpatía o
antipatía por el país o el régimen político objeto del terror.
Esa disociación que se ha visto en estos días en mucha gente,
aquí y en el resto del mundo, también se vio en el pasado en
relación a otros terrores de otros signos con otras víctimas.
Mientras se mide quién es el que practica el terror y quién es
el objeto de ese terror, el terror como tal, en sí mismo,
queda relativizado. Y ese es otro éxito.
La serenidad, la templanza, la cabeza fría, son los atributos
más necesarios para los seres humanos en circunstancias de
excepción, de tensión extrema, de angustia, dolor y rabia. Y
más necesarios son en los gobernantes. La única forma de que
el terror no triunfe en la humanidad es cuando sus métodos,
sus postulados y sus objetivos fundamentales no se logran. El
primero de ellos, el no responder a la siembra del terror con
el terror, con el racismo, con el aislamiento, con la
violencia indiscriminada, con controles de tal nivel que
supongan pérdidas de libertades.
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