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En
la segunda mitad de los ochenta y la primera de los noventa en la
Ciencia Política tuvo mucho auge el estudio de las transiciones de
regímenes autoritarios a democracias liberales. Los análisis
tuvieron como eje el Cono Sur de América, la Europa del Sur y la
Europa del Este. Quedaron claro distintos tipos de transición: Una
es cuando el régimen autoritario colapsa por la derrota militar ante
fuerzas extranjeras, pierden así la esencia misma de su ser y se
rinden, ante el enemigo militar primero y después ante la oposición
de su propio país, como ocurrió en Grecia y en Argentina. En este
caso el nuevo sistema tiene o cree tener plena libertad para juzgar
el pasado sin limitaciones (aunque a poco de andar se comprueba que
los límites, aunque amplios, existen y no se pueden traspasar). Un
segundo tipo completamente opuesto es el de salida otorgada, de la
transición operada a partir de hombres y estructuras del viejo
régimen: el nuevo sistema se construye a partir del anterior, como
en España, donde el pasado se cierra y es materia para
historiadores. O como variante del anterior, desde el interior del
régimen se produce la ruptura, como en Portugal. Un tercer tipo,
intermedio, es el de las salidas pactadas, cuyos dos casos
paradigmáticos son los de Polonia y Uruguay. En un pacto cada parte
concede lo que a la otra le es más importante: para los que se van,
la clausura del pasado; para los que vienen, la propiedad del
futuro. Y aparece un cuarto tipo en los que en esencia la transición
no se considera concluida, como Chile, donde el régimen autoritario
deja anudados resortes de poder difíciles de desatar.
La salida uruguaya fue considerada en los ámbitos académicos de
ambos continentes como la transición perfecta por excelencia, pues
lo esencial del pacto, la no revisión del pasado, fue refrendado por
el pueblo mediante un plebiscito de resultado inequívoco, con una
adhesión del 58% (de los votos válidos) contra un 42% de la búsqueda
de la verdad y la justicia. Más allá de tecnicismos jurídicos y de
lo que a cada cual le guste, la sociedad uruguaya votó por el olvido
del pasado y votó contra la justicia. Así de duro y de simple. Y así
lo reconoció esa noche del 16 de abril de 1989 el líder tupamaro
Fernández Huidobro, cuando dijo: “el pueblo dio una orden, y la
orden del pueblo se acata”.
No se llegó por casualidad. El batllismo concibió tempranamente una
salida que podría considerarse una mezcla de salida otorgada (con
otorgamiento inducido) y pactada. El símil utilizado fue la
transición operada desde el terrismo hacia la Constitución de 1942,
donde una de las figuras centrales del régimen de marzo comandó la
transición: Baldomir. Y Sanguinetti tendió pacientemente los hilos a
la búsqueda de un Baldomir, lugar en la historia que tuvo a su
alcance y no lo captó el general Rapela. A la falta de un Baldomir,
quedó la salida pactada.
La izquierda concibió su estrategia de salida en 1981, definida en
la consigna trasmitida por Seregni desde la Cárcel Central:
“concertación-negociación-movilización”. Concertación con todas las
fuerzas políticas del país. Negociación a partir de la concertación
para lograr el fin del autoritarismo. Movilización para respaldar la
concertación y forzar la negociación. Al Frente Amplio le llevó tres
largos años adoptar en plenitud esa estrategia, y ello supuso
sentarse a la mesa con los mandos militares en la sede del Estado
Mayor Conjunto y en una segunda etapa negociar y acordar en el Club
Naval. El qué hacer con el pasado quedó explicitado en dos frases.
El 19 de marzo de 1984, al salir de la cárcel, Seregni definió el
camino: “somos los obreros de la construcción del futuro”. Y al
comenzar las conversaciones en el Esmaco, José Pedro Cardoso,
negociador número uno del Frente Amplio, comenzó el deshielo cuando
dijo: venimos sin rencores a construir el futuro. En el Club Naval
no se pactó el no revisionismo, pero sin duda quedó subyacente.
La idea de una amnistía omnicomprensiva, que de un plumazo
resolviese todos los problemas, se venía explorando y tuvo muchos
obstáculos. Inicialmente los militares no aceptaban amnistiar a los
guerrilleros ni ser amnistiados, porque implicaría reconocer haber
violado los derechos humanos. El coloradismo compartía en general la
tesis de los militares y además no aceptaba amnistiar a los
guerrilleros que hubiesen cometido delitos de sangre; para ello
promovieron (lo que en definitiva se adoptó) que sus delitos no
fuesen amnistiados, sino que las causas precluyesen por finalización
de la pena mediante el cómputo de tres años por cada uno
efectivamente cumplido (en atención a las durísimas condiciones de
reclusión). Los practicantes de la lucha armada con comisión de
hechos de sangre no aceptaban una equiparación entre sus actos (a su
juicio motivados por fines altruistas) y los de militares y policías
(la consigna: “por una amnistía general, irrestricta y no
recíproca”).
El no haber resuelto de un plumazo hizo perder las ventajas de un
quid pro quo. En marzo de 1985 la izquierda obtuvo el quid sin dar
el pro, y ya nadie la pudo atrapar para que lo diera. El Partido
Nacional quería permanecer incontaminado y hacer recaer toda la
responsabilidad de una amnistía en el Club Naval, por lo que se negó
a votar una amnistía con ese nombre. Y así, muy a la uruguaya,
blancos y colorados acordaron una solución heterodoxa, jurídicamente
deficiente: una amnistía con otro nombre, la caducidad de la
pretensión punitiva del Estado en los delitos cometidos por
militares y policías durante el periodo de facto. Lindo texto además
para su exégesis, que como lo demostraron los años posteriores, fue
muy difícil realizarla sin apasionamientos, sin que magistrados y
juristas pudiesen evitar que se les colase sus convicciones
políticas o sus valoraciones del pasado o del presente. Pero luego
se creyó que el referendum, resistido con uñas y dientes por el
gobierno, terminó por ser la solución perfecta, pues dio a la ley la
sacrosanta legitimidad que en Uruguay tiene (¿o habrá que decir
tenía?) lo que emerge de las urnas.
El mayor error de los dirigentes que procesaron la transición fue no
prever que el paso del tiempo podía hacer cambiar el escenario.
Muchos de los actores principales han salido de escena. Al frente de
la izquierda no está la gente que protagonizó la salida
institucional. La sociedad uruguaya cambió de rumbo y con ella la
orientación política de los magistrados. Y así, cuando se creyó que
lo último que quedaba era esclarecer la suerte de los desaparecidos,
lo que se iba a lograr con la Comisión para la Paz, en forma casi
simultánea esta culmina con un éxito pírrico, bombardeado desde la
magistratura. La transición no fue lo exitosa que se creía, ni se
terminó.
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