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Cualquier elección política se realiza en medio de un conjunto de
incertidumbres y otro conjunto de certezas, que constituyen los
elementos obvios del cuadro político. Los primeros comicios
uruguayos del siglo XXI parten de un dato obvio: alrededor de la
mitad del electorado está con la coalición de fuerzas que impulsan
la candidatura presidencial de Tabaré Vázquez, es decir, el
Encuentro Progresista-Frente Amplio y el Nuevo Espacio, coalición
que será fuera de toda duda la primera fuerza en las elecciones
nacionales de octubre del año que viene. Esa es una certeza. La
incertidumbre está si alrededor de la mitad quiere decir algo o
mucho por encima de la mitad (de la mayoría absoluta) o un poquito,
un algo o un mucho por debajo de esa mayoría absoluta. De allí que
haya dos escenarios: la Presidencia de la República se define en la
primera vuelta interpartidaria (y con ello el triunfador logra
mayoría absoluta propia en ambas cámaras) o la decisión se posterga
cuatro semanas y se va al balotaje.
Hay pues dos jugadas. Una en octubre que puede ser eliminatoria, y
de no ser así, la vencida en noviembre. En término de juego de
probabilidades (que en materia futbolística los uruguayos son un
pueblo asaz experto) al Frente Amplio le basta con ganar uno solo de
los dos juegos, lo que significa que aunque pierda uno de los dos,
gana el gobierno. Los partidos tradicionales (vistos como un
conjunto) tienen la necesidad de ganar dos en dos; cualquiera de las
dos elecciones que pierdan les hace perder el gobierno.
Este panorama es básicamente compartido por todos los actores
políticos de primera línea. Y significa que para los dirigentes
tradicionales hay dos maneras de posicionarse en el juego. Uno es el
de dar la batalla hasta el último recurso, pelear hasta la última
bala y el último hombre, para impedir el recambio histórico, el
triunfo de la izquierda. El otro camino es partir del dato de un
resultado casi inevitable y acomodar las piezas para el después, lo
que no significa necesariamente dar por perdida la partida y
abandonar la lucha. Quizás la diferencia más fuerte entre ambos
caminos es que el primero de ellos implica asumir un discurso duro,
intransigente e intolerante, polarizante, donde de un lado está la
sensatez y del otro la insensatez, de un lado la prudencia y del
otro la imprudencia, de un lado la seriedad y del otro la demagogia;
puede irse más allá todavía y plantear que de un lado está la
democracia y del otro el autoritarismo. Caminar por el camino de la
dureza quiere decir también combatir toda postura intermedia,
tolerante. Es obvio que esta ruta se acompasa con una geografía
política determinada: un sistema polarizado, de dos grandes
agrupamientos. Así funcionó visualmente el sistema de partidos
uruguayos hasta hace siete meses: un bloque tradicional de un lado
(compuesto de dos partidos) y un bloque de izquierda enfrente
(también compuesto por otros dos partidos, aunque aquí de fuerzas
extremadamente desiguales).
El otro camino es más propio de un juego de tríadas. Una tríada
puede tener dos grandes formatos. Uno es un juego de tres piezas en
que cada una de ellas se toca con las otras dos, y la posibilidad de
alianzas de dos contra uno admite todas las posibilidades. El otro
formato es el de tres actores donde dos de ellos se rechazan
mutuamente y el tercero tiende a cumplir, o pretende hacerlo, el
papel de articulador y de desnivelador de la balanza. Algo así como
el histórico juego internacional de Uruguay entre Argentina y
Brasil. Si dos de los actores apuestan a la polarización y el
tercero la elude, entonces se está más cerca de una tríada del
segundo formato.
El Partido Colorado, y en particular su fuerza dominante, el Foro
Batllista, apuestan claramente al juego polarizado, lo que se le
facilita al encontrar contrapunto en la vereda de enfrente. La
actitud de Sanguinetti y la de Vázquez coinciden plenamente en
transitar por un escenario polarizado, de alta rispidez. Ambos creen
que es de su mutua utilidad, y en un análisis externo parece que
ambos tienen bastante razón, que sus cálculos no son erróneos.
Al Partido Nacional le caben dos opciones. Una es sumarse a la
polarización y la otra oponerse y apuntar a la tríada, que es lo que
hizo en la pasada primavera al romper la coalición de gobierno. Hay
una diferencia clara en la situación de peso electoral entre el año
pasado y éste; mientras que el escenario anterior presentaba una
alianza de partidos tradicionales con uno como fuerza dominante y
otro como socio menor (en una relación a favor de los colorados de
tres a dos), el escenario actual presenta a ambos partidos en total
equilibrio, inclusive con un enroque de posiciones y una leve
ventaja de los blancos. En el esquema de 2002 a la colectividad
blanca no le quedaba otra opción que salir desesperadamente de la
polarización, donde quedaba subsumido por el coloradismo, con gran
pérdida de visibilidad y grandes riesgos de esfumatura. En el
esquema de 2003 la polarización no es tan asfixiante. Aún así, el
salir de ella y ratificar el juego de tres, le permite una
visualización más clara de cara al futuro, pensando ya para el 2005
en adelante. Pero afirmar el camino de tríadas le significa al
nacionalismo no entrar en polarización alguna, diferenciarse con
fuerza en forma equidistante de unos y de otros, y tener nexos y
opciones abiertas para con ambos. Ese juego no es el mejor para
luego hacer una alianza en el balotaje.
Pero el Partido Nacional no sólo tiene que terminar de definir con
claridad su juego, sino que no es una conducción monolítica que con
sentido táctico y estratégico tome una decisión. Eso lo es el
herrerismo. Pero luego debe complementarlo con un abanico de
sectores y en particular con dos o tres grandes formaciones o
liderazgos cuya visión del gobierno, del frenteamplismo y del
coloradismo, son divergentes.
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