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Treinta años y dos días atrás se produjo el golpe de Estado que
supuso la mayor involución institucional del país desde la creación
del Estado moderno. Doce años más tarde, las características del
retorno a la democracia llevaron a los cientistas políticos a
definir el proceso uruguayo como de “restauración democrática”
(misma constitución, mismo sistema de partidos, sistema electoral,
líderes políticos) y, por ende, ver esos casi doce años como una
interrupción institucional, como un paréntesis corto en un largo
proceso democrático. Y a poco de andar otros cuatro años se creyó
ver el fin de la transición cuando la ciudadanía convalidó la
amnistía por las violaciones a los derechos humanos. Democracia
larga y continua por un siglo, paréntesis de algo más de una década,
restauración plena, transición corta y cerrada. Ese fue el
diagnóstico unánime y optimista formulado por los cientistas
sociales a lo largo de los noventa.
Vistas las cosas desde hoy, no parece tan simple. El largo proceso
democrático tuvo un par de interrupciones en los años treinta y en
los cuarenta. El golpe de Estado fue el producto de un largo proceso
de al menos diez a quince años, cuyas causas profundas no se han
explorado a fondo. Los efectos emergentes de la dictadura no se
cerraron en 1989, sino que hibernaron, para revivir en el siglo XXI
con una dinámica que amenaza comprometer la tranquilidad del próximo
gobierno.
La pregunta fundamental que desde hace décadas se plantea todo el
que se matrizó en el viejo Uruguay liberal, tolerante y orgulloso de
sí mismo, y luego fue partícipe y co-responsable de lo que se vino,
es por qué ocurrió lo que ocurrió. Porque en términos generales, la
culpa de lo que pasó parece que en mayor o menor medida es de todos.
Aquí sí que vale el “que tire la primera piedra el que esté libre de
culpa”. No volaría ni un pedregullo.
Las democracias no caen porque un buen día la gente se despierta y
siente que ha dejado de creer en ella, sino que la caída es el
producto de muchos factores erosionantes. Uno de ellos, cuya
importancia hay que resaltar pues viene reapareciendo, es la pérdida
de confianza en la política, los políticos y los partidos. En
aquella época los dirigentes políticos tardaron mucho en aceptar que
se formaba en el país un clima de incredulidad. La respuesta de los
políticos, que con preocupación se ve repetir hoy en algunos
actores, es refugiarse en que nada de ello se traduce en el voto:
“la gente vota igual; no vota en blanco”. El no distinguir entre la
cantidad y la calidad del voto es algo elemental en aritmética
electoral (los votos valen lo mismo, sean producto del más
formidable convencimiento o de la duda más absoluta), pero esa
confusión es peligrosísima a la hora de prever los acontecimientos,
de atisbar por donde van las tendencias de la sociedad. Dudas en la
política y los políticos van muy asociadas a los resultados
económicos y sociales. Hasta mediados de los años cincuenta Uruguay
fue uno de los cinco países de más alto nivel de vida en el mundo y,
quizás relacionado con ello, obtuvo por cuarta vez el título al
mejor fútbol del planeta. La segunda mitad de los cincuenta y el
despuntar de los sesenta suponen un tobogán económico, social,
futbolístico; el bolsillo y el ego de los uruguayos quedaron
agujereados.
Así a poco de caminar los años sesenta esas dudas en la democracia
adquirieron múltiples formas. Una de ellas fue la búsqueda de
gobiernos más fuertes y personalizados, que condujo a la reforma
constitucional de 1966, donde surge un dato interesante: con la sola
excepción de los colegialistas por principio (Vasconcellos en la
vieja 15, el diario El Día), nadie se atrevió a enfrentar el retorno
presidencial, lo más que hicieron algunos fue presentar su propio
proyecto para torpedear el triunfo reformista. El gobierno fuerte y
personalizado fue reforzado con la aparición de candidaturas
outsiders, en particular de militares; los generales como candidatos
presidenciales, en todos los grandes partidos: Oscar Gestido
(Colorado, 1962 y 1966), Mario Oscar Aguerrondo (Nacional, 1971) y
Líber Seregni (que agrupa a la izquierda en la fundación de un
tercer gran partido, 1971). Pero además hubo outsiders civiles,
figuras periféricas de la política como Alberto Gallinal Heber
(blanco, 1966). El salir a buscar candidatos de fuera de la política
es una clara señal de desconfianza en la política, y la desconfianza
en la política a la corta o a la larga marca una pérdida de fe en la
democracia. Y el salir a buscar candidatos militares es una señal
muy fuerte de debilitamiento en un esquema de competencia suave,
libre, tolerante; es ni más ni menos que el viejo reclamo de orden.
También cerca de la mitad de los sesenta se denunciaron en el país
intentos de golpe militar. Después vino el pachequismo, como un
camino en el borde del fair play democrático para imponer ese orden,
enfrentar especialmente el contrapoder sindical e intentar implantar
reformas en lo económico y lo social.
De la mano de la Revolución Cubana tomó auge el camino de la
revolución armada, el cuestionamiento de la democracia política
(considerada como un instrumento de dominación de la clase dominante
para mantener su dominación), la desvalorización de las elecciones y
de la representación política, la descalificación de los niveles
sociales y económicos alcanzados por Uruguay, el maximizar las
carencias e injusticias sociales del país y estimar que sólo eran
corregibles por vía revolucionaria. Y así fue como todavía bajo
régimen colegiado, muy lejos del presidencialismo y más lejos aún
del pachequismo, apareció la guerrilla, la búsqueda del
derrocamiento del sistema político, económico y social por vía
armada. Más tarde el pachequismo, con sus medidas de corte
autoritario, para un sector del país dio justificación y popularidad
a la resistencia y ayudó a confundir las aguas. Un poco más tarde
todavía, entre la democracia liberal por un lado y la posibilidad de
reformas sociales y económicas sin democracia liberal por otro, una
parte nada menor de la izquierda optó por esto último.
Pero estos apuntes, parciales, incompletos, apenas sirven para
atisbar cómo se fue perdiendo la confianza en ese sistema político,
que reposa en la pluralidad, la tolerancia y el respeto a los otros.
Pero hacer un inventario para nada ayuda a contestar esa pregunta
que hace años atraganta a muchos: ¿por qué? ¿Qué fue lo que llevó a
esa pérdida de la pluralidad, de la tolerancia, del respeto a los
demás? Y la otra pregunta que angustia más: no hay golpes militares
ni guerrillas a la vista, ¿pero no hay riesgo de volver a caer en la
intolerancia y en la demonización del otro?
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