|

Nadie se hubiera imaginado que desde las remotas y extensas tierras
que el rey Leopoldo anexó a su patrimonio personal, irrumpiese el
debate –dos décadas postergado– en torno a una pregunta elemental
que todos los uruguayos se hacen: ¿para qué este país lejano y vacío
necesita Fuerzas Armadas? Buscar la respuesta es discutir sobre la
misión de las Fuerzas Armadas, que en definitiva quiere decir
definir cómo, en qué casos, con qué medios y ante qué enemigos
potenciales piensa defenderse el Uruguay. Si piensa hacerlo con
Fuerzas Armadas profesionales o voluntarias, estables o milicianas,
con estructura de guerrilla o de comando. Y si esas Fuerzas Armadas
van a cumplir o no un rol de asistencia a la sociedad civil y un rol
propiamente civil. Además, si van a estar involucradas en misiones
al exterior y en calidad de qué. Como todo análisis de lo que debe
ser, conviene también partir de lo que se es y donde se está.
Uruguay es un país de gran superficie terrestre en relación a su
población, con un perímetro terrestre elevado en relación a la
superficie, con un mar propio casi equivalente al territorio firme y
con un espacio aéreo que casi duplica el territorio firme. Va de
suyo que se requiere un control de fronteras terrestres, fluviales,
lacustres y marítimas, y un control del mar y el espacio aéreo. Ahí
hay un primer gran tema, que es cuáles son los medios adecuados para
ello (materiales, personales, organizacionales, financieros); por lo
pronto, los actuales son insuficientes tan siquiera para detectar
una avioneta al norte del Río Negro.
Un segundo punto tiene que ver con las hipótesis de conflicto. Si
son exclusivamente externos o combinados con conflictos internos,
tema nada menor a la luz de los hechos ocurridos 30 años atrás y
cuyas secuelas han revivido recientemente. Y los conflictos externos
qué hipótesis de agresión y qué hipótesis de defensa. Sobre la
agresión hay un hecho incontrastable: no hay hipótesis razonables
diferentes a un conflicto con un país de fuerza superior. A
diferencia de países con vecinos de similar porte, Uruguay tiene
tres vías de entrada: Brasil, Argentina o aquél que tenga poder
suficiente para desplazar una fuerza por el anchuroso Atlántico.
Todas las hipótesis conducen más o menos a la misma conclusión, o al
menos parece ser la base de la concepción militar actual: no hay
posibilidad alguna de resistencia frontal por largo tiempo, por lo
que lo más probable anda por formas de resistencia de desgaste, lo
que más o menos equivale a una lucha de guerrillas. Y si uno no se
equivoca demasiado y con bastante imprecisión técnica, ese es el
fundamento de la actual estructura del Ejército de tierra, con sus
unidades afincadas en cada departamento. Estructura que supone vasta
infraestructura, mucho personal y armamento no demasiado costoso.
Otra alternativa que se ha manejado es la de un ejército de elite,
reducido, con personal altamente entrenado y armamento sofisticado.
Esta es una discusión que no se ha llevado a cabo en profundidad y
que, entre otras cosas, requiere de una afinada estimación de
costos. Hay quien sostiene que un ejército de elite, que como tal no
cumple tareas civiles ni de apoyo a la sociedad civil, empieza o
termina siendo más costoso que este actual ejército numeroso. Pero
un ejército además puede tener caballería o no, duro debate que
dividió al Ejército hace una década.
Un tercer tema es cuál es el gasto militar del país. Uno confiesa
que saber en este país el presupuesto de algo, público o privado,
pero sobre todo público, es un arte para muy pocos iniciados. Porque
a veces el presupuesto real es mayor al nominal, como ocurre en el
Poder Legislativo, cuyo personal directamente remunerado es quizás
las dos terceras partes del que allí revista (visto los casi 700
pases en comisión). A la inversa, no sirve como medición del gasto
militar el presupuesto de Defensa, donde se incluye el manejo de
aeropuertos, investigación científica en las profundidades oceánicas
y en la Antártida, control de las comunicaciones, tareas de
salvamento y rescate, ayuda al combate de incendios forestales,
acción de defensa civil ante catástrofes naturales; para no hablar
de las horas hombre y las horas de camiones, grúas y palas mecánicas
destinados a planes alimentarios o a pintar y reparar escuelas y
liceos.
Y en esto que no pretende ser un inventario, llega el asunto de las
misiones de paz, que han concitado una formidable adhesión de la
población, que logra en esas misiones la posibilidad de tener una
aceptación sin fisuras de las Fuerzas Armadas (lo que no ocurre en
otros temas). Pero hasta ahora eran misiones de mantenimiento de la
paz, que quiere decir no sólo de bajo riesgo para sus integrantes,
sino poco bélicas, nada agresivas, desde simple observación hasta
ayuda a la población civil, como en Cachemira, Líbano, Mozambique,
Angola, Kampuchea, Líbano o (fuera de la ONU) el Sinaí. Allí nadie
le impone nada a nadie, sino que se busca mantener lo ya acordado
por otros. Ahora viene este paso exigido por las Naciones Unidas que
supone o pasar a misiones de imposición de la paz, o algo que –más
allá de lo jurídico– se le parece bastante o va a mitad de camino.
Pero pasan a ser misiones donde se puede iniciar combate, lo que es
nuevo. Y allí surge el temor de muchos a que nuestras Fuerzas
Armadas se transformen en ejércitos de alquiler al servicio de las
Naciones Unidas, que este paso pueda llevar de ser misioneros a ser
mercenarios. O como creen otros, un paso de mayor sacrificio en pos
de la paz, el ser misioneros pero ahora con un riesgo y un
sacrificio mayor, donde se expone más la propia vida. No es una
decisión menor para este país y es una decisión riesgosa si no se
adopta consensuadamente. Pero tampoco es una resolución aislada del
tema mayor: la definición de la misión de las Fuerzas Armadas.
|