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Terrorismo
significa, según la Real Academia Española de la Lengua, "dominación
por el terror" y, en segundo lugar, "sucesión de actos de violencia
ejecutados para infundir terror". En las ciencias sociales hay
muchas definiciones de terrorismo y no pocas veces las diferencias
tienen más que ver con posturas ideológicas que con frías
clasificaciones científicas. Por eso parece más sencillo empezar por
el principio, por el sentido primario de las palabras, y recurrir a
los cánones de quienes dictan las reglas de la milenaria lengua de
Cervantes, de los que surgen dos tipos de terrorismo, según tengan
por objeto o no la dominación. Pero la sucesión de actos para
infundir terror puede realizarse en dos tipos diferentes de
escenario: en un contexto bélico formal o como actos perpetrados
fuera del Estado. El dominio por el terror es el conocido terrorismo
de Estado, que tiene ejemplos desde una fase de la Revolución
Francesa –Robespierre es su emblema– hasta los regímenes
contemporáneos, los que generaron millares de muertos y
desaparecidos. El terror en un contexto bélico es casi sinónimo de
todas las guerras del siglo XX, ya no circunscritas en lo esencial a
enfrentamientos entre tropas uniformadas, en las que las víctimas
civiles superan siempre a las militares. El terrorismo contra los
estados aparece como un fenómeno dominante a caballo del cambio de
milenio.
Muchas veces la propaganda política contra grupos opositores llevó a
la confusión entre terrorismo, guerrilla u oposición política
violenta. Hay una diferencia sustancial desde el punto de vista
clasificatorio, que no significa juicio alguno sobre bondades o
maldades de uno u otro. El terrorismo supone necesariamente el
objetivo de infundir terror y ello se traduce básicamente en que los
objetivos deben ser indiscriminados. En palabras de tinte militar
puede decirse que la diferencia entre el terrorismo y otras formas
violentas es que en éstas los objetivos humanos son combatientes,
personas que su responsabilidad política o armada los supone partes
en un enfrentamiento de tintes bélicos; en el terrorismo, en cambio,
las víctimas son simples civiles, que a lo sumo tienen como
responsabilidad la pertenencia a una etnia, a una religión o a una
nación. Bombas en trenes regulares aseguran que las víctimas en su
casi totalidad sean civiles no combatientes, no son policías ni
militares ni gobernantes, son gente común y silvestre que hace su
cotidiano péndulo de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Y
bombas en trenes ni siquiera aseguran que todas las víctimas sean
pertenecientes a la nación considerada enemiga, entre otros
detalles, porque los emigrantes globalmente se sitúan en cualquier
parte en los peldaños de la sociedad que viaja en tren o en bus. Ni
tampoco acólitos de un gobierno o seguidores de una ideología. El
carácter indiscriminado del acto asegura precisamente que las
víctimas lo sean al azar y que cualquiera, piense lo que piense,
crea en lo que crea, venga de donde venga, tiene las mismas
probabilidades.
Un atentado como el del 11 de marzo en Madrid asegura claramente que
las víctimas sean simple gente de pueblo, trabajadora,
mayoritariamente española, pero ni siquiera toda española; quizás en
su mayoría cristiana, pero muchas víctimas posiblemente musulmanas;
y que las víctimas ciudadanos españoles sean votantes populares,
socialistas, de la Izquierda Unida y de todos los regionalismos. No
hay pues porción alguna de la sociedad, de credos y pensamientos que
no haya estado representada entre las víctimas.
Casi todas estas palabras fueron escritas hace treinta meses, cuando
el 11 de setiembre, y conservan su fuerza y su vigencia. Y allí se
decía y ahora se repite que el terrorismo tiene siempre
posibilidades de éxito, porque el mismo va más allá de la suerte de
los terroristas y de los impulsores de un terrorismo. Uno de los
éxitos del terrorismo aparece cuando unos y otros buscan
culpabilizar a los tirios o a los troyanos, según sean los tirios o
los troyanos los que más incidan en la opinión pública para volcar
los votos decisivos en unas elecciones.
Pero su éxito mayor lo obtiene cuando logra su objetivo: sembrar el
terror. Porque la paranoia es, sin duda, una consecuencia directa
del terror y una comprobación de que el terror ha cundido. La
exacerbación de controles, las restricciones a las libertades
personales son, en definitiva, triunfos de esos actos: logran
imponer el terror. Es muy probable que este triunfo no lo obtengan
los terroristas en España, como lo han obtenido en otras latitudes,
porque seguramente los gobernantes de España no perderán la
serenidad y la templanza, que son los atributos más necesarios para
los seres humanos en circunstancias de excepción, de tensión
extrema, de angustia, dolor y rabia. Y más necesarios son en los
gobernantes. La única forma de que el terror no triunfe en la
humanidad es cuando sus métodos, sus postulados y sus objetivos
fundamentales no se logran. El primero de ellos, el no responder a
la siembra del terror con el terror, con controles de tal nivel que
supongan pérdidas de libertades.
Las reacciones ante los actores terroristas miden la escala de
valores de cada quien. Hay quienes condenan o se horrorizan por el
hecho en sí mismo, hay quienes – como pasó con el 11 de setiembre –
extienden su juicio en función de la simpatía o antipatía por el
agredido. Inclusive el horror o el no horror tiene que ver con la
simpatía o antipatía por el gobierno o los gobernantes de la
sociedad agredida.
España es parte del Uruguay, del ser uruguayo. España y el pueblo
español cuentan con la abrumadora simpatía de los uruguayos. Por
buena parte de esta población corre sangre española; el español es
nuestro idioma y la cultura española está presente en las vidas de
los uruguayos, aún de aquellos por los que corre otra sangre. Esta
vez el terror ha golpeado muy cerca de nuestra vida. Los muertos en
Madrid duelen en Montevideo.
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