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Esta
es la segunda transición interpartidaria histórica y civilizada en
la vida del país. La anterior fue cuando el Partido Nacional
sustituye al Partido Colorado al frente del Poder Ejecutivo, después
de 93 años consecutivos de titularidad colorada, a veces producto de
elecciones, otras de actos de fuerza. Hoy a quienes no vivieron
aquella época les resulta difícil parangonar aquella transición con
la actual, acostumbrados en los últimos 20 años a gobiernos
coparticipados de los dos lemas tradicionales, más aún con el último
presidente elegido gracias a la conjunción de votos de ambos. Pero
hace casi medio siglo la sociedad era otra, una sociedad dividida en
especia de clanes, donde la gente nacía blanca o nacía colorada, y
no había confusión alguna a dónde se pertenecía. Hasta dirigentes
adscriptos a los otros partidos e intelectuales sin partido
reconocían su origen familiar colorado o blanco.
Hay dos tipos de diferencias significativas: por un lado, lo
imprevisto del triunfo nacionalista en 1958 y lo altamente
previsible del triunfo de la izquierda en 2004; por otro, un país
acostumbrado al dominio de un partido (con coparticipación) versus
un país que maneja la rotación y el ideal de la consensualidad.
El triunfo blanco fue triplemente imprevisto. En primer término,
porque en los últimos 93 años el presidente de la República o la
mayoría del Consejo habían sido colorados, y también en 115 de los
128 años que entonces tenía la República Oriental del Uruguay;
concebir una mayoría blanca era algo así como contrario al orden
natural, inimaginado por tirios y troyanos. En segundo término,
porque el comportamiento electoral de los últimos años no marcaba
una tendencia creciente del nacionalismo y decreciente del
coloradismo, sino una oscilación en torno al 40% de los primeros y
al 50% de los segundos. En tercer término porque no había encuestas,
por lo que las formas de medir la opinión pública eran muy
primitivas y engañosas: por el tamaño de los actos públicos, los
comentarios de la gente en las ferias o en las colas. Si hay algo
claro es que el Partido Nacional ganó sin proponérselo. Basta
estudiar minuciosamente las listas de candidatos al Consejo Nacional
de Gobierno y al Senado, tanto del herrero-ruralismo como de sus
oponentes de la Unión Blanca Democrática, para ver que fueron hechas
con cálculos basados en el mantenimiento de los resultados
anteriores, los de 1954: cada fracción pretendía ganar a la otra,
obtener 2 de los 3 cargos de la minoría del Consejo y alcanzar 6 ó 7
senadores. Para el coloradismo verse fuera de la titularidad del
gobierno (que no de la participación en la administración autónoma y
descentralizada) fue todo un shock. Solo 3 veces había estado fuera
y en las 3 se las ingenió para derrocar al presidente blanco: en
1838, 1853 y 1865. Los blancos se quejaban de la existencia de una
confusión sobre el rol militar y acusaban a sus oponentes de
confundir ejército nacional con ejército colorado.
Lo que atenuaba el cuadro era la creciente línea de entendimiento
entre los partidos, con episodios en el siglo XIX, acentuada desde
los veinte a los cuarenta del siglo XX, constitucionalizada en 1952.
Entre varios nombres, a ese entendimiento se le llamó
"coparticipación". Pero no bastó para que se asistiese a una
transición ríspida, caracterizada por: a) dificultades de
funcionamiento en la propia mayoría del Partido Nacional, al surgir
las primeras desavenencias entre los seguidores de Luis Alberto de
Herrera y los ruralistas de Benito Nardone; b) dificultades de
trazar reglas de juego al interior de un Partido Nacional
acostumbrado a las luchas internas feroces; c) casi total ausencia
de relacionamiento entre el gobierno saliente y el entrante, entre
los ministros salientes y los entrantes; d) la presencia para los
blancos del fantasma de un golpe de Estado que desembocó, ni más ni
menos, en que apenas asumido el nuevo Consejo Nacional de Gobierno y
previo al inicio del desfile militar, el flamante presidente
destituyese al comandante del desfile y lo relevase por un coronel
de su confianza política. Estas fueron las líneas dominantes de la
transición de 1958-59, a la cual además fueron completamente ajenos
los otros partidos: la católica Unión Cívica del Uruguay,
socialistas y comunistas.
Por contraste, el triunfo frenteamplista fue largamente previsible.
Uno, desde la restauración institucional lo normal fue la rotación
de partidos en la Presidencia. Dos, la izquierda creció sistemática
e ininterrumpidamente desde 1971 a 1999, sin excepción alguna, y ese
año los dos partidos tradicionales debieron unirse para juntos
derrotar al Frente Amplio, previo impulso de una reforma
constitucional que instauró el balotaje. Tres, las encuestas fueron
delineando el ascenso electoral de la izquierda y el derrumbe de los
partidos tradicionales, particularmente tras la crisis de 2002.
Cuatro, el Encuentro Progresista-Frente Amplio se preparó largamente
para acceder al gobierno y los partidos tradicionales y la sociedad
fueron asimilando paso a paso, por un lapso prologando, el
advenimiento del cambio político.
El país también es otro. Desde la restauración institucional la
sociedad demanda la búsqueda de la consensualidad a todos los
actores, a los políticos pero también a los sociales (si bien ello
no fue óbice para que la izquierda fuese excluida de posiciones de
administración en los últimos tres gobiernos); tanto la izquierda
triunfante como los tradicionales derrotados sintieron la necesidad
de dar a la sociedad señales de búsqueda de entendimientos: los
uruguayos de hoy no aceptan con facilidad los tajantes roles de
gobierno y oposición al estilo español. Tampoco las fuerzas armadas
son identificables con un partido, aunque en conjunto han sido
vistas como opuestas a la izquierda; pero tanto el estamento militar
como la dirigencia frenteamplista sintieron recíprocamente la
necesidad del acercamiento. Todo ello coadyuvó a esta transición
fluida, con acuerdos políticos y entendimientos sociales, con
traspaso paulatino de la administración de un bloque.
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