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Uruguay
es un estado de derecho, republicano y democrático, en la definición
liberal de la democracia. Ello, con todas las virtudes, defectos y
limitaciones de cada categoría. Es un estado democrático en la
visión liberal de democracia, en tanto los ciudadanos son quienes
designan a sus representantes en un marco de libertad y de
competencia abierta entre actores diversos, con la plena posibilidad
de cambiar al gobierno; es decir, es una poliarquía. Y además es un
estado de derecho, en la más primaria de las definiciones, en tanto
es un estado sujeto a normas, donde los individuos poseen un
conjunto de derechos y garantías, y esos derechos pueden ser
protegidos mediante el recurso a la acción judicial. Un estado
democrático de derecho es un sistema institucional, y como todo
sistema es un conjunto de partes interrelacionadas, donde la caída o
afectación de una de las partes puede afectar al todo. Los derechos
y garantías de los ciudadanos se afectan no solamente porque una de
las garantías quede vulnerada, sino porque la afectación de esa
garantía puede a su vez afectar otros derechos de los individuos.
En la ley presupuestal el Poder Ejecutivo proyectó a instancias de
la Dirección General Impositiva, la siguiente disposición: “Todas
las personas físicas o jurídicas, las entidades de derecho privado
sin personería jurídica, las personas públicas no estatales, las
empresas públicas, los gobiernos departamentales, la Administración
Central, el Poder Legislativo, el Poder Judicial y demás organismos
públicos están obligados a aportar, sin contraprestación alguna, los
datos que no se encuentren amparados por el secreto bancario o
estadístico y que les sean requeridos por la Dirección General
Impositiva para el control de los tributos, en la forma, condiciones
y plazo que se establezcan”. Esta norma cayó en el trámite
parlamentario a instancias del propio oficialismo. Aun así interesa
su análisis por dos razones: porque la iniciativa existió, lo cual
es importante como revelación de un pensamiento y una visión del
poder, del estado y de la sociedad, y la otra porque el impulsor de
la medida salió a los medios de comunicación a acusar de defensores
de la corrupción a quienes se opusieron a norma de tal envergadura.
Sin duda la norma perseguía un objetivo claro, acorde a la fuerte
campaña que se realiza contra la evasión y la defraudación fiscales,
tanto desde la DGI como desde la Aduana o el Banco de Previsión
Social. Tampoco cabe duda que se le otorgaba a la entidad
recaudadora poderes fiscalizadores extraordinarios. Y esos poderes
además presentaban una particularidad: la investigación de cualquier
particular, la exigencia de comparecencia, la prestación obligatoria
de datos, no quedaba sujeta a decisión judicial, sino que la forma,
condiciones y plazos se determinaría administrativamente. Las únicas
excepciones dispuestas eran el secreto bancario (de instituciones
públicas y privadas) y el secreto estadístico estatal (no así el
privado).
La disposición, de ser aprobada, hubiese consagrado un estado de
excepción frente al cual habrían descaecido muchos derechos. En
primer lugar todo tipo de secreto profesional. El deber de secreto
de un abogado en relación a las confidencias de su cliente, que es
la base del juicio justo, del imputado debidamente asesorado y
defendido. El deber de secreto del contador para poder asesorar
debidamente a su cliente. El secreto profesional del psicólogo o
psicoanalista, esencial para la mera prosecución de la terapia. El
secreto profesional del médico en relación a su paciente. El secreto
del encuestador en relación a los datos aportados por el encuestado.
El secreto profesional del periodista, para poder obtener fuentes
confiables y cumplir su misión de informar a la sociedad. El secreto
del cónyuge en relación a actos o dichos del otro cónyuge. El
secreto del padre en relación a actos de sus hijos. Pero también
hubiesen descaecido derechos específicamente consagrados en la
constitución, como la inviolabilidad de los papeles y la
correspondencia de los particulares, derecho que solo puede ser
afectado de manera extraordinaria y en razón del interés general.
La propuesta fue firmada por el presidente de la República y de
todos y cada uno de los ministros, y nada menos que del catedrático
penalista que a su vez es secretario de la Presidencia de la
República. Como no es posible deducir que todos y cada uno son
partidarios de un estado de excepción en aras de la recaudación
fiscal, y lo más probable que no lo sea ninguno de ellos, es una
señal de alerta cómo se pueden impulsar iniciativas sin estar
debidamente meditadas y estudiadas.
Pero la propuesta, sea quien fuere el responsable, es una muestra de
cómo gente cuyo pensamiento es liberal y tolerante, cuando asume una
causa y la pone por encima de todo, puede llegar a considerar que
las garantías de un estado de derecho deben descaecer en pos de esa
causa. Y hoy se ve en el mundo, y ayer se vio en estas latitudes,
cómo las causas pueden ser muy variadas para que se imponga ese
pensamiento unidimensional: el combate al terrorismo, la lucha
contra la subversión, la defensa de la recaudación fiscal y también
mañana podrá serlo el peligro de la aftosa. Siempre hay causas que
alguien considera sagradas, que deben estar por encima de todos los
demás derechos, y que en aras de esa causa deben suspenderse los
derechos y garantías de un estado de derecho. En definitiva, que
debe perderse ese complejo y precario equilibrio que constituye el
estado de derecho. Quizás este episodio sea un llamado de atención
sobre los riesgos del pensamiento unidimensional.
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