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La
izquierda se encuentra en la clara necesidad de comenzar un amplio y
profundo debate ideológico, que no necesariamente tiene por qué
paralizar la toma de decisiones y la acción de gobierno mientras el
mismo se procese. El debate sin duda tiene como eje central el
sistema capitalista, palabra poco grata a los oídos de la izquierda,
y si se quiere algo que aparenta ser más suave, hablar del sistema
de economía de mercado. Es claro que en la izquierda hay mucha gente
con clara vocación anticapitalista y a la que provoca escozor
palabras como oferta, demanda y mercado. El problema básico es que
la izquierda llegó al gobierno sin explícitamente debatir y
consensuar para qué lo hacía, cuál era el objetivo de alcanzar el
gobierno. Este debate es diferente a otro u otros debates
necesarios: la confrontación entre la cultura de gobierno y la
cultura de la lucha, la confrontación, la protesta, la demanda y la
resistencia; la discusión de planes y programas o del ajuste de
planes y programas de gobierno; la capacidad o incapacidad de
elencos.
La izquierda se articula en Uruguay a partir de partidos
específicamente de izquierda, hace casi un siglo, exactamente 95
años, cuando se funda el Partido Socialista, matriz del actual
partido del mismo nombre y del Partido Comunista, sobre la base del
pensamiento marxista. En el último medio siglo aparecen nuevos
grupos políticos, nuevas visiones tanto del marxismo como del
leninismo, y nuevos aportes de otras vertientes, como la Teología de
la Liberación en el catolicismo, la lectura revolucionaria de los
Evangelios en las iglesias protestantes. Y también aparecen praxis
sociales más allá de los canales tradicionales de lucha, que además
de fortalecer al sindicalismo obrero y al gremialismo estudiantil,
desarrollan formas de lucha social y de prédica de ideas
revolucionarias; así surgen los curas obreros, la lucha de padres de
alumnos, las comunidades cristianas; y se profundiza también el
debate ideológico izquierda-derecha a través de la literatura, el
teatro, las artes plásticas, la música y el canto.
En toda esa diversidad de fuentes y praxis, hay (al menos hasta
llegar a los tres cuartos del siglo XX) algunos elementos comunes
que pueden resumirse en dos definiciones: anti-capitalismo y anti-imperialismo.
Hay otras palabras, como revolución y socialismo, pero la primera
puede dar lugar a confusión entre método y fines, y la segunda
presenta demasiadas interpretaciones como para que sirva de comodín
definitorio. No hay claridad en cuanto a qué se entiende por una
sociedad diferente, pero existe una absoluta claridad de lo que no
se quiere: el capitalismo, la economía de mercado y una sociedad
cuya organización y cuyos valores se asienten en su existencia.
Pero en el último cuarto de siglo, en los últimos cinco lustros,
surge un discurso diferente. Primero de manera sutil y luego muy
clara y explícita. La sustitución del sistema da paso a la reforma
del sistema. El sistema se da como un hecho, sin proclamarlo
explícitamente, que va a permanecer; existen el mercado y sus
reglas, y no se pelea contra el tema. Lo que se pretende es reformar
ese sistema para que funcione con justicia y equidad, con protección
y amparo del individuo, con erradicación de la pobreza y la
indigencia, que rescate la dignidad de todo ser humano. A esta
visión como denominación operativa se la puede llamar reformista,
que es a su vez una vieja palabra del debate sesentista y una nueva
palabra en el debate europeo actual (particularmente del debate
italiano).
La izquierda se apropia del imaginario del batllismo,
particularmente del segundo batllismo (el del periodo de Luis Batlle
Berres) y pasa a ser un nuevo batllismo: el cuarto (si se admite que
hay o hubo un tercer batllismo) o el tercero (si se considera que el
intento de un tercer batllismo fracasó). El programa de un partido
político se escribe en documentos, pero para la sociedad el programa
de un partido se construye a través de los discursos y de las
señales no verbales de los líderes. El programa que la población
recibió y que supuso el voto de la abrumadora mayoría de los
votantes del Frente Amplio, es un programa neo-batllista,
reformista, socialdemócrata, si se quiere, a imagen y semejanza de
la vieja utopía sueca. No hay apelaciones a la ruptura con el
capitalismo y a su sustitución. Cuando Larrañaga irrumpe en campaña
electoral con el concepto de un nuevo líder para un nuevo país,
Vázquez contesta que no quiere un nuevo país, que quiere el país de
sus mayores, aquel país idílico seguramente ubicado entre los años
cuarenta y los cincuenta del siglo pasado, cuyo imaginario lo
constituye el trabajo formal en grandes estructuras, empleo seguro,
de por vida y hereditario; un Estado protector, y además lo
suficientemente rico y poderoso como para ser acreedor del Imperio
Británico y del Imperio Francés; una sociedad lo suficientemente
próspera como para compadecerse de las privaciones de los pueblos
europeos; y además equitativa, con la equidad derivada de la escuela
pública. Elementos más, elementos menos, por ahí anda el imaginario.
De cada cinco votantes de la izquierda, como mucho uno adhiere a una
concepción revolucionaria y anti-capitalista, los restantes cuatro
(por lo menos) votaron una opción reformista. Ese es un dato. Si
bien no son nada claras las proporciones entre dirigentes y
militantes, están más parejas. Porque las dirigencias y militancias
vienen de soñar con utopías y sostener valores que rigieron la vida,
más corta o más larga, de todo ellos. Y pensar en una decisión
consciente de abandono del anti-capitalismo es un desgarro difícil
de aceptar. O directamente, para muchos, imposible de aceptar. Este
es el debate que debe afrontar la izquierda, que podrá ser muy
desgarrador en lo individual y en lo colectivo, y que puede dejar
heridas profundas y separación entre hermanos. Pero se debata con
palabras o se sustituya el debate por la lógica de los hechos, el
debate como tal existe, está planteado y por una u otra vía se va a
dar.
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