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Un
estado de derecho es un sistema de normas que persiguen un
equilibrio entre derechos varios y obligaciones diferentes, en base
a los valores y principios en que se basamenta una sociedad
determinada. El sistema supone que hay determinados derechos que
predominan sobre determinadas obligaciones, así como ciertas
obligaciones que están por encima de algunos derechos. Aunque todo
este enunciado parezca demasiado teórico, hace a lo más práctico:
cómo debe actuar un gobierno, una administración, un sistema
judicial ante casos concretos. Cabe recalcar la palabra sistema, que
significa un entrelazado de normas que interactúan entre sí. Cuando
se pierde la visión del sistema, la visión de conjunto, y se pasa a
la visión unidimensional, es cuando se tiende a pensar que los
derechos que alguien defiende o las obligaciones que alguien
persigue están siempre y en todo momento y circunstancia por encima
de lo demás.
Cuando al frente de una repartición del Estado se ponen personas de
estructura mesiánica, se logra sin duda una alta capacidad
ejecutiva, una formidable dedicación a la función y la trasmisión a
sus subordinados del concepto de misión en términos cuasi-religiosos.
El problema de todo mesianismo es que rara vez acepta la
multidimensionalidad de la sociedad y del gobierno, y tiende a
pretender que su esfera prevalezca sobre todas las demás. Y ello
puede ocurrir en gobiernos del más diferente color y en las áreas
más distantes, se trate de educación, aduanas o impuestos.
La combinación de mesianismo, unidimensionalidad y quizás una falta
de comprensión profunda del sistema jurídico en tanto sistema, lleva
a que funcionarios con alta responsabilidad política lleguen a
pronunciar frases como que ante la presunción de defraudación, el
presunto defraudador debe demostrar su inocencia, que se invierte la
carga de la prueba. Desde el punto de vista jurídico el tema es
simple: nadie ha salvado un solo examen de Introducción al Derecho
por sostener la legalidad de la inversión de la carga de la prueba.
Conviene aclarar: aquí en Uruguay, en periodos democráticos. La
necesidad de demostrar la inocencia ante presunción de culpabilidad
fue de recibo en Rusia y otras repúblicas vecinas bajo el
estalinismo, en Alemania durante el nazismo y en Estados Unidos
durante el maccarthysmo. En esta tierra se aplicó esa inversión de
la carga de la prueba en el funcionamiento de la Justicia Militar
entre 1972 y 1984 (a veces se fue por el camino más simple de juzgar
y sentenciar sin necesidad de prueba). Pero en sistemas de libertad
y competencia abierta por el poder, sistemas poliárquicos, lo que la
gran mayoría de los uruguayos denominan democracia, nunca fue de
recibo la inversión de la carga de la prueba. La inocencia se da
siempre por sentada hasta que se demuestre lo contrario.
A veces alguien se puede confundir de mucho mirar películas o series
centradas en los juicios por jurado o las investigaciones
criminales. Lo habitual, lo corriente en Perry Mason, lo que abunda
en Mrs. Marple, es que alguien se salve de la condena porque se
demostró la culpabilidad de otro. En otras palabras, la condena es
inevitable si el acusado no logra demostrar que él no fue. Eso se ve
todos los días en el cine. En la vida real y al menos en el derecho
latino la cosa no es así. No solo un acusado no debe demostrar su
inocencia, sino que no hay inicio del proceso (no hay procesamiento)
sin que exista semiplena prueba, no meros indicios, sino prueba
fehaciente, aunque no plena, pero sí semiplena. Y para la condena
ello no basta: solo hay sentencia condenatoria si la prueba es
plena.
La presunción de inocencia, la culpabilidad como corolario de un
proceso con debidas garantías, son bases esenciales del estado de
derecho. Y el tema vale para todo lo justiciable y también para todo
lo que implique pena o sanción, aunque las cosas comiencen por vía
administrativa. Vale para todas las materias.
Lo dicho hasta aquí parece una composición elemental de principios
básicos del derecho y el estado de derecho, al alcance de cualquier
estudiante de enseñanza media. Esto mismo, lo trivial de esta
exposición, remarca la singular importancia que tiene que altos
funcionarios políticos, respaldados a título expreso en todos sus
actos desde el gabinete, sostengan la legalidad de la inversión de
la carga de la prueba y la necesidad de demostrar la inocencia por
parte del presunto culpable. Es muy probable que quien dijo esa
frase no llegó a comprender el alcance de sus palabras, que no tuvo
conciencia que lo que hizo fue cuestionar la existencia de un
principio sustancial al estado de derecho y al basamento
constitucional del país.
La importancia del tema es mayor aún, si se toma en cuenta que meses
atrás, desde el mismo ámbito, se impulsó que todo secreto caiga ante
la inquisición de la DGI. Que la indagación tributaria esté por
encima del secreto entre padres e hijos o entre cónyuges, del
secreto de confesión, del secreto entre médico y paciente, entre
abogado y cliente, el secreto del periodista para poder informar a
la sociedad.
Lo que aquí se escribe nada tiene que ver con la razón o sinrazón de
la policía tributaria o de un real o presunto evasor, que ese es
otro tema. Y lo declarado esta semana es importante que sea
debidamente pensado y reflexionado por quienes pronuncian esas
frases o impulsan esos conceptos, o por quienes son los superiores y
responsables políticos de quienes pronuncian esas frases. No hay
estado de derecho sin presunción de inocencia. No hay estado de
derecho con inversión de la carga de la prueba. No hay estado de
derecho donde la culpabilidad surja por sospecha. No hay estado de
derecho donde haya indagaciones estatales ante las que decaigan
secretos esenciales a la vida misma.
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