Una
de los requisitos para una democracia plena, para una
poliarquía plena, es la existencia de un consenso en las
reglas de juego. Las diferencias se dirimen en el campo, el
tiempo y las formas previamente convenidas entre todos los
actores políticos. Y esas reglas se cambian por el consenso
también de todas las partes. En otras palabras, en una
democracia gobierna una mayoría, que es elegida para las
distintas funciones, ejerce el gobierno, sanciona las leyes
y provee al personal del Estado, siguiendo las reglas de
juego trazadas por todos, y ese gobierno lo ejerce en la
forma, con los procedimientos, con los derechos, con las
limitaciones y durante el tiempo previamente acordado por
todos los actores relevantes. Este es un punto esencial para
las democracias. A la inversa, cuando las reglas de juego
pueden ser cambiadas por la sola mayoría o por el solo actor
que cuenta con mayor poder, entonces aparece una democracia
frágil u oscilante o limitada. Y si ese actor es muy fuerte,
entonces ya nos deslizamos – como ahora y muchas veces antes
en Argentina – hacia formas preautoritarias, para
autoritarias o lisa y llanamente autoritarias; el hecho de
que un poder autoritario sea respaldado por la mayoría no le
quita el carácter autoritario (y la mayor cantidad de
autoritarismos hoy y ayer contaron con apoyo mayoritario de
la gente).
Así planteadas las cosas surgen dos grandes temas. El
primero es cuánto es lo que se requiere para considerar que
hay consenso; como la democracia funciona en primer término
en el campo aritmético, de donde la mayoría absoluta es todo
lo que supere el 50%, es necesario determinar dónde están
los límites aritméticos del consenso. Desde hace unos 15
siglos se aplica de manera dominante el concepto de los dos
tercios, primero en el seno de la Iglesia Católica
Apostólica Romana como forma práctica de expresar la
unanimitas (garantizar la unitas civitas Dei) y luego,
despojado ya de la pretensión de unanimidad, como forma de
obtener una mayor concordia. La regla de los dos tercios se
aplica tempranamente en el Uruguay, desde hace casi un
siglo, y ha tenido gran extensión en el mundo moderno tanto
en el campo del gobierno de los Estados como en las
organizaciones internacionales. La búsqueda de una mayor
concordia se ha expresado también en nuestro derecho público
cuando se le ha ligado al voto de la mayoría más la mayoría
de la minoría (la mayoría del país, más la mayor cantidad
del resto, de la minoría del país), que en términos
matemáticos significa algo igual o mayor a los tres cuarto.
El Frente amplio avanzó mucho más allá (y encontró las
fragilidades de esos avances) cuando buscó el consenso
mediante los cuatro quintos, los nueve décimos o lisa y
llanamente la unanimidad.
El otro punto es cuáles son las reglas de juego que deben
ser objeto de consenso, o dicho de otra manera, cuáles son
las reglas que se consideran esenciales al juego, cuáles son
las garantías básicas. En Uruguay aparece bastante claro que
es la arquitectura institucional del Estado, los derechos y
deberes fundamentales, las reglas electorales y las reglas
para el cambio de las reglas de juego. Dicho en lenguaje
jurídico público: la parte orgánica de la Constitución, más
la organización de la estructura autónoma y descentralizada
del Estado, la designación de las cabezas de los poderes y
cuasi poderes no electivos (Poder Judicial, Justicia
Electoral, Justicia de lo Contencioso Administrativo), los
controles del Estado (Tribunal de Cuentas), la parte
dogmática de la Constitución, el derecho electoral (registro
cívico, elecciones) y las reglas de reforma constitucional.
La Constitución uruguaya no es coherente en esa búsqueda
del consenso, porque la reforma constitucional puede hacerse
mediante la búsqueda de los dos tercios en las leyes
constitucionales o por mayoría en los demás casos
(iniciativa ciudadana, iniciativa legislativa con desemboque
en plebiscito simultáneo con elecciones o en elecciones de
Convención Nacional Constituyente). Así surge que mientras
las reglas electorales requieren dos tercios para ser
modificadas por ley ordinaria o ley constitucional, pueden
cambiarse por simple mayoría (simple en tanto no calificada)
si se hacen por las otras vías de la reforma constitucional.
El ordenamiento constitucional pues no va por el camino de
cerrar todas las puertas a la inexistencia del consenso, o
de los dos tercios como mínimo, y por tanto deja librado al
buen tino de los actores políticos cuanto ir por la vía de
la concordia y cuánto ensayar formas de confrontación.
Si se parte del aserto de que una democracia plena y
consolidada, donde en forma pacífica y con reglas aceptadas
se dirime el disenso, requiere del consenso para el cambio
de las reglas de juego, todo intento de cambio de reglas de
juego sin consenso (aunque fueren legales) contribuye a
devaluar la democracia y arriesgan la calidad política del
país. De ser así, los cambios constitucionales que se
pretendan imponer mayoritariamente, contra la voluntad de
las minorías, afecta la calidad de la vida política del
país.
En el terreno práctico esto quiere decir, lo que es
obvio, que los cambios impuestos por Gabriel Terra (1933-34)
y Alfredo Baldomir (1942), aunque convalidados por
plebiscitos, afectaron claramente la pacificidad de la vida
democrática. Entra en el terreno de lo discutible los
cambios institucionales operados en 1951-52 y más aún los de
1966-67. Parece en cambio que entra en la afectación de las
reglas de juego las modificaciones operadas en 1986-87,
cuando se cambian las reglas de juego de la elección de
Poder Ejecutivo con un efecto inequívocamente perjudicial
para uno de los tres grandes partidos políticos (más allá y
sin juzgamiento de la intención de sus propulsores,
objetivamente la reforma fue en dirección a afectar los
intereses electorales del Frente Amplio). Ese procedimiento
de modificación constitucional sin duda afectó la calidad y
pacificidad de las reglas democráticas. En el mismo sentido,
si de alguien existiera la intención de imponer de manera
inmediata la reelección del presidente de la República en
ejercicio, de imponerla contra la voluntad de todas las
minorías, afectaría tanto o más la calidad y pacificidad de
las reglas democráticas.