La
noche del 12 de febrero de 1985 una multitud salió a la
calle al grito de “¡Ya se acabó, ya se acabó, la dictadura
militar!” La propia Junta Militar en acuerdo con y a pedido
del presidente electo Julio Ma. Sanguinetti y con el navicert de Wilson Ferreira Aldunate, Liber Seregni y Juan
Vicente Chiarino, había depuesto al presidente de facto Tte.
Gral. Gregorio Alvarez y entregado la primera magistratura
al presidente de la Suprema Corte de Justicia, Rafael
Addiego Bruno. Comenzaba a operar la transición de poderes,
que continuaría tres días después con la instalación de la
Asamblea General y culminaría el 1° de marzo con la asunción
del mando (y no trasmisión del mando) por Julio Ma.
Sanguinetti. El cántico de esa noche de verano constituía el
epílogo del canto que apareció en las calles del país cuando
la propia gente comenzó a abrir espacios de libertad: “¡Se
va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!”
En los estudios politológicos posteriores, tanto
nacionales como comparados, se habló de las dictaduras
militares en el Cono Sur y de la transición hacia la
democracia desde regímenes militares. Esa fue la
caracterización aceptada urbi et orbi hasta hace muy poco
tiempo: dictaduras o regímenes hegemonizados por las Fuerzas
Armadas. El régimen uruguayo, a contrario sensu, se
autodefinió como “Proceso cívico-militar”, que en realidad
quería decir proceso civil-militar. Lo de la combinación de
lo civil con lo militar fue negado en su momento por los
opositores políticos y en momentos posteriores por los
investigadores en ciencias sociales, que insistieron en la
caracterización del régimen como militar.
Al comienzo se habló solo de dictadura, sin calificación
precisa. Ello obedeció en gran parte a que muchos, por
distintas razones y en diferentes momentos, relativizaron el
papel de los militares para centrar o hacer compartir la
culpa en la parte civil, es decir, en Juan María Bordaberry
y sus colaboradores civiles inmediatos. Y ocurrió ya fuere
porque se buscaba una rápida convocatoria a nuevas
elecciones o se apostase a que un golpe militar fuese de
signo de lo que entonces se calificaba de “peruanista”, es
decir, progresista y potencialmente revolucionario. Sin
embargo, sobre el papel de Bordaberry no hubo juicios de
peso relevante que lo ubicasen como el máximo responsable
del golpe de Estado, ni mucho menos como el único; el
calificativo de “dictador” asociado al apellido Bordaberry
apareció ocasional y marginalmente. En general su papel fue
calificado por unos como de co-responsable de la dictadura
(junto a los militares en general, o a los militares
“derechistas”, “fascistas” o “gorilas”) y por otros como un
simple títere de esos militares (en general o con los
calificativos mencionados).
En los últimos tiempos – 4 años atrás, quizás – aparece
en el manejo público una relativización del papel
institucional de las Fuerzas Armadas en la dictadura y un
destaque del papel de los individuos, centrados en las
personas del civil Juan María Bordaberry y del militar
Gregorio Alvarez. En este caso ya no es Alvarez en tanto
Fuerzas Armadas sino en tanto persona, como presidente de
facto. Y apareció un término nuevo en relación a Bordaberry,
el de dictador. En general se considera que un dictador es
quien conduce y dirige una dictadura, quien concentra el
máximo poder en sus manos. De donde esa calificación no
coincide con el papel que siempre se le asignó,
especialmente de parte de los opositores, como un individuo
sin ningún poder o que si tenía el poder, lo compartía.
Nunca nadie sostuvo que el papel de Bordaberry tuviese la
relevancia del de un Pinochet o, para citar figuras de
épocas anteriores, de un Stroessner, Somoza o Trujillo.
Dicho más literariamente, dictador es aquél cuyo solo nombre
provoca miedo; no pasaba con la mención del apellido
Bordaberry, como si con los otros mencionados.
El que no se aplicase el calificativo de dictador – y lo
más probable es que efectivamente no corresponda, no implica
que por ese solo hecho se le considere exculpado de
violación de la Constitución ni de los demás delitos o
hechos condenables ocurridos bajo su mandato. Es otra cosa,
es valorar el grado de poder que tuvo en sí mismo y en
comparación con el poder institucional de las Fuerzas
Armadas. Y el propósito es sencillamente clasificatorio o
descriptivo.
Por eso mismo, analizar la aparición del calificativo de
dictador asociado a su nombre es un hecho relevante, pues
implica que hay un cambio de caracterización del poder
superior durante la dictadura. En sí mismo implica valorar
con más fuerza el papel y la responsabilidad del presidente
y disminuir el papel y la responsabilidad de los militares.
Guste o no esas son las consecuencias cuando se habla del
“dictador Bordaberry”; si “el dictador” es una persona y un
civil, los militares son sus subordinados y actúan bajo sus
órdenes y la responsabilidad de aquél.
Otro tema es analizar por qué aparece ahora este cambio
sustancial en la clasificación del régimen y en las
responsabilidades de los hechos ocurridos durante la
dictadura. Quizás no haya una sino varias interpretaciones
concurrentes. Una línea explicativa es la de quienes buscan
mantener vivo el combate por las responsabilidades sobre
violaciones a los derechos humanos y, ley de caducidad
mediante, solo cabe enfocar contra los civiles, por lo cual
nada mejor que incrementar el papel de “el dictador”. Otra
línea es la de quienes buscan una reformulación de la
relación entre políticos y militares, civiles y militares,
sociedad y Fuerzas Armadas, y encuentran que el mejor camino
es sacar a éstas de la controversia sobre el pasado y
centrar la culpabilidad en unos cuantos individuos, sean
civiles o militares, pero si son militares son los
individuos a título personal y no la institución o el
conjunto de los mandos.