Algunas
democracias enfrentan contestaciones duras al Estado o
desafíos a la existencia misma de esa democracia, con
aplicación de medidas adoptadas no solo dentro de la
juridicidad democrática, sino dentro de la sustancia de los
valores democráticos. En cambio, otras democracias enfrentan
esas contestaciones o desafíos con medidas chirriantes con
los valores democráticos, mediante estados de excepción,
censura de prensa, limitaciones a las libertades,
suspensiones de derechos individuales, persecuciones por
razones políticas, prisiones políticas, disolución a tiros
de manifestaciones callejeras con la secuela de heridos y
hasta muertos, aplicación de la tortura a los detenidos. En
definitiva, para afrontar el desafío a la democracia afectan
o destruyen los valores mismos de la democracia. Democracia
siempre entendida en la acepción de democracia liberal, o
más exactamente como sinónimo de lo que el politólogo
norteamericano Robert Dahl definió como poliarquía.
A mediados de los años sesenta Uruguay
ostentaba la calidad de ser una de las 26 poliarquías plenas
del mundo, la única de América del Sur y una de las 4 del
Hemisferio Occidental (junto a Trinidad y Tobago, Jamaica y
Canadá). Ni Estados Unidos de América ni Suiza tuvieron
nunca esa calidad hasta la década posterior. Pero este
pequeño país sudamericano ostentaba además la calidad de una
de las poliarquías más antiguas y consolidadas del mundo,
aunque hubo rechines importantes por 1933 y de nuevo por
1942.
Como en todo proceso histórico, las
cosas no ocurren de repente. Siempre comienzan por algún
goteo. Si se toman los 30 años que van desde la restauración
de la poliarquía plena con las elecciones de 1942 hasta el
golpe de Estado de 1973, se observa ese goteo que primero
abolla y luego perfora esos valores democráticos. Como se
sabe, desde Napoleón se definen tres grandes estados de
excepción: las Medidas Prontas de Seguridad, el Estado de
Asamblea y el Estado de Sitio. En el régimen constitucional
uruguaya existen solo dos institutos de excepción: las
Medidas Prontas de Seguridad y la Suspensión de la Seguridad
Individual. Las primera constituyen medidas concretas y no
un estado, son rápidas (prontas) y su continuidad queda
sujeta a la decisión o a la omisión de la Asamblea General,
es decir, del Parlamento. Las segundas requieren una
decisión expresa y previa parlamentaria, con determinación
de los derechos suspendidos y el tiempo de vigencia de esa
suspensión. No existe la posibilidad de un Estado de Sitio
ni de excepciones sine die.
La aplicación de Medidas Prontas de
Seguridad, el recurso a lo que Carlos Quijano denominó los
paréntesis cesaristas, comenzaron en el periodo aludido en
1952 cuando el primer colegiado (se aplicaron dos veces). El
instituto volvió apenas instalado el primer colegiado
blanco, que recurrió al mismo en varias oportunidades, y se
reiteró con mayor frecuencia e intensidad en el segundo
colegiado blanco, los cuales son a su vez el penúltimo y el
último gobierno colegiado del país; inclusive la trasmisión
del mando de esos dos consejos se realizó el 1° de marzo de
1963 bajo Medidas Prontas de Seguridad. El presidente
Gestido recurre al instrumento y ya con Jorge Pacheco Areco,
a partir del 13 de junio de 1968, comienza el largo e
ininterrumpido paréntesis cesarista. Hasta casi finalizar
los años sesenta, las Medidas Prontas fueron adoptadas a
raíz de conflictos sindicales y supusieron siempre
persecución y detención de sindicalistas y en algunos casos
censura de prensa. Ninguna de esas veces tuvo que ver con la
existencia de ningún movimiento armado ni guerrillero.
Luego, con el auge de la guerrilla urbana, a las Medidas
Prontas de Seguridad se suman la Suspensión de la Seguridad
Individual, el Estado de Guerra Interno y la Ley de
excepción de Seguridad del Estado.
En esas décadas, sectores de la
sociedad sentían que en determinado momento se podía ir
preso sin cometer delito alguno, o que la prensa podía ser
censurada. Fueron al principio episodios aislados, luego más
frecuentes y finalmente sin solución de continuidad. Lo
cierto es que, más allá de la discusión jurídica e inclusive
de la discusión sobre si ello fue inevitable, supuso
necesariamente la afectación de los valores democráticos
liberales.
Otros países, por los mismos años, con
similar cultura democrática y política que Uruguay,
enfrentaron la guerrilla, el terrorismo y las oleadas de
huelgas sin recurrir a procedimientos de excepción. Los
actos violentos fueron combativos por institutos policiales
eficientes y por sistemas judiciales también decididos y
eficientes. Demuestra que se puede defender la democracia
sin afectar sus valores. Se puede decir – y se dice – que
ello fue imposible en Uruguay por la ineficiencia del
instituto policial y por la actitud pasiva de la
magistratura. Aquí no se trata de discutir quién tiene razón
y si el camino de descaecimiento de los valores democráticos
fue el único, o si fue posible transitar por otros senderos.
Lo que se trata es exclusivamente de describir lo que
ocurrió y a dónde fue: que se caminó de manera que se fueron
afectando y descaeciendo los valores que sustentan una
democracia, y se llegó a la interrupción de esa democracia.
Entonces aparece
una primera conclusión: no solo hubo gente que no creyó
desde el primer momento en la democracia e impulsó la
revolución, sino que además desde el Estado se aplicó
primero a cuentagotas y luego a chorros el descaecimiento de
los valores básicos de la democracia: la libertad de prensa,
la libertad individual, el derecho a manifestar, e inclusive
el derecho a la integridad física. Cuando alguien es
sensible a las libertades o sufre en carne propia la
represión por ideas políticas desde el Estado, se le hace
difícil identificarse con ese Estado o creer que ese Estado
es el paradigma de la democracia. Por otra parte, cuando se
llama a un instituto como el militar para pedirle que salve
a las instituciones estatales, rara vez se logra que una vez
cumplida la misión esos militares vuelvan a los cuarteles;
es una regla de cumplimiento en la mayoría de los casos. Uno
y otro tema valen como otra asignatura pendiente de
reflexión si se busca el Nunca Más, en el entendido que para
que las cosas no se repitan, primero hay que entender qué
sucedió.