El análisis del 18 de noviembre
titulado “Entre lo político y lo judicial”, tuvo alguna
resonancia y algunas disconformidades en los componentes de
uno de los objetos de estudio. A veces las discrepancias
obedecen a claras diferencias en los puntos de vista, otras
en lecturas parciales – que no comprenden la totalidad del
desarrollo del tema – y otras en que la necesaria brevedad
de los artículos lleva a dar por supuesto los diferentes
abordajes realizados a lo largo de más de una década[1].
Como los supuestos a veces
confunden, conviene entonces hacer unas cuantas precisiones,
válidas algunas para el caso en particular y otras para la
totalidad de los análisis. En primer lugar, este analista
sostiene la postura de que el investigador no se involucra
con el objeto de estudio, no toma posición, sino que busca
desentrañar causas y efectos. En segundo lugar, que lo hace
en el entendido que la gente inteligente y sensata – más
allá de enojos iniciales – va a recibir las críticas como
aportes y como estímulo a la reflexión. En tercer lugar,
pretende no mezclar jamás lo personal con lo analítico,
evitar toda subjetividad. En cuarto lugar, si por algún
resquicio se hubiese colado la subjetividad, habría sido
hacia el más exultante elogio de la magistratura, porque en
la última década en las pocas causas en que intervino como
actor o demandado obtuvo del sistema judicial desde las más
amplias satisfacciones hasta resultados óptimos. En quinto
término – lo que es obvio – ninguno de estos artículos
pretenden ser abordajes jurídicos sino análisis
politológicos, y no necesariamente lo uno y lo otro van de
la mano; se analiza al sistema judicial y a los magistrados
como actores públicos, por tanto, como actores políticos.
También conviene añadir que es
necesario que quienes entran al debate público acepten las
reglas que ello supone. Los políticos de profesión están
acostumbrados a la crítica, el análisis, el elogio y el
cuestionamiento. Pero en el debate público entran también
sindicalistas, dirigentes empresarios, dirigentes
religiosos, académicos, dirigentes universitarios, militares
y magistrados. La experiencia indica que todos ellos son
menos receptivos que los políticos de profesión al análisis
crítico, al cuestionamiento de sus actitudes o a la mera
exposición de las consecuencias que suponen sus actos.
En realidad el artículo trata de
varios tema interrelacionados. Básicamente: la actitud del
sistema político de no dirimir internamente sus diferencias
y derivarlas al arbitraje del sistema judicial; las
consecuencias de cuando los políticos buscan por fuera del
sistema el dirimir sus diferencias; la relación entre
magistratura, publicidad y grisura; el papel de la
magistratura que surge de la teleología de la arquitectura
institucional del país; el papel de la magistratura en
relación al debate político; y algunos otros elementos
conexos.
Sobre lo primero[2].
La tesis central, reiteradamente expuesta en varios
artículos desde 1997 a la fecha es: cuando el sistema
político no logra dirimir sus diferencias dentro de sí mismo
y de sus propias reglas demuestra impotencia, y que esta
impotencia la demuestra el sistema en forma creciente a lo
largo del tiempo. Cuando se habla de dirimir las diferencias
dentro del sistema, no implica hacerlo a puertas cerradas,
en un cuarto mal iluminado en la trastienda de un café de
mala muerte. Quiere decir hacerlo dentro de todas las reglas
del sistema político, que abarca desde la negociación
reservada, el debate público en ámbitos institucionales, el
debate en medios de comunicación, la apelación al peso de la
opinión pública y la apelación a la decisión del Cuerpo
Electoral. Cuando el sistema político no dirime el disenso –
necesario y connatural a un régimen pluralista – tiene
imperiosamente que buscar que alguien, por fuera de sí,
dirima el disenso, arbitre o decida.
La forma más antigua en que los
sistemas políticos dirimieron el disenso por fuera de sí lo
constituyó el golpear las puertas de los cuarteles, es
decir, el apelar a los militares para que arbitrasen el
disenso político. Otra tan antigua como moderna – según la
parte del mundo que se mire – es golpear las puertas de los
templos, apelar a las jerarquías religiosas y darle a las
cúpulas religiosas la última palabra política, como ha
ocurrido con la jerarquía eclesiástica romana en países
católicos, con otras jerarquías eclesiásticas en países
cristianos ortodoxos, con jerarquías islámicas en países
islámicos. Y una muy moderna es golpear la puerta de los
tribunales, apelar a que los magistrados diriman el disenso
político. Este último camino, desprendido de la fuerza de
las armas y de la fuerza de la religión, es extremadamente
contemporáneo y válido en un ámbito geográficamente
reducido, porque solo es posible transitarlo en países de
fuerte institucionalidad, alta prevalencia de la norma,
creencia en el derecho y por encima de todo, un prestigio
más allá de toda duda sobre la honestidad, trasparencia,
independencia, buena fe y equidad de los magistrados. Porque
a nadie se le ocurre golpear las puertas de los tribunales
en países donde las sentencias se compran o se venden, o
donde los jueces son puestos o removidos a piacere del
poderoso de turno. Para que – para bien o para mal – los
magistrados se conviertiesen en última reserva moral de la
sociedad, ésta debe creer en los magistrados.
Cuando alguien golpea puertas ajenas
es inicialmente responsable de los efectos que crea. Uno de
ellos es hacer sentir la suprema importancia del morador
detrás de las puertas golpeadas, que normalmente es llamado
a un papel de última reserva moral de la nación, la
sociedad, la patria o lo que fuere. Y cuando es llamado a
ese papel, ese morador o esos moradores, todos o algunos, a
veces la mayoría y otros la minoría, sienten ser esa reserva
moral. Es un juego de causas y efectos. Esto no quiere decir
que en épocas normales haya que recelar de militares,
dirigentes religiosos o magistrados, como tampoco recelar de
los políticos. Tampoco es un tema ético. La gente actúa
según el tiempo y el lugar. Tampoco es bueno o malo que cada
cual haga lo que haga, porque eso depende del punto de vista
de cada cual. Lo importante es que quien de pasos en una
dirección sea consciente de a dónde va y qué consecuencias
provoca. Y quien recibe estímulos desde una dirección
determinada sea capaz de ver esos estímulos y tener en
cuenta a donde pueden conducir, para luego ser capaz de
caminar en esa dirección o frenar esos estímulos.
[1]
Todos los artículos del autor pueden encontrarse en
la revista Factum Digital:
www.factum.edu.uy. Algunos otros relacionados
centralmente con el temade la sección “Análisis” en
“El Observador, que se encuentran en dicho sitio web,
son: La judicialización de la política” (28/10/07),
Judicialización y politización (21/09/03), La
politización judicial (19/19/97) y La
judicialización política (31/08/97). También tiene
algo que ver, referido a magistrados y politólogos:
La grisura como virtud (04/04/04)
[2]
Por razones de calendario, los demás temas
mencionados en el artículo serán tratados en el
correr del verano.