En los valores dominantes en
Occidente hasta la revolución sexual del ’68 – que
permanecen en importantes sectores religiosos del
cristianismo y el judaísmo – la virginidad de las
mujeres quedaba asociada a la moralidad y – salvo
matrimonio – la no virginidad se asociaba a la
inmoralidad. El himen aparecía y aparece en esa
concepción como el límite físico entre la virtud y
el deshonor.
Durante largos años, casi
tres lustros, la izquierda logró que la sociedad
viese esa misma barrera entre la virtud y el
deshonor, y logró que en líneas generales se
asociase a la izquierda con la virtud y a los
partidos tradicionales con la inmoralidad. Para ello
obtuvo dos tipos de prueba: los procesamientos de
funcionarios de menor jerarquía de ambos partidos
tradicionales y lo que el vicepresidente de la
República llamó en estos días “procesamientos por la
prensa”, es decir, campañas periodísticas cuyas
denuncias de por sí adjudicaban culpabilidad. Para
ser rigurosamente exactos, la izquierda en general
no fue la promotora de los rumores y denuncias, sino
que a campañas iniciadas desde los partidos
tradicionales se sumó con ardor y obtuvo grandes
beneficios. Pero la campaña contra el ex presidente
Luis Alberto Lacalle se inició en tiendas blancas y
en tiendas coloradas, y luego se sumó (y se
benefició de ello) la izquierda. La campaña contra
el ex presidente Julio Ma. Sanguinetti (menos
estridente, pero soterradamente fuerte) se inició en
tiendas coloradas, contó con grandes adeptos en
tiendas blancas y, naturalmente, la colaboración y
el beneficio de la izquierda.
La sociedad uruguaya en un
porcentaje muy importante ha creído que los partidos
tradicionales como tales, o algunos sectores de los
mismos, o algunos de los dirigentes de primera línea
y unos cuantos muchos de sus colaboradores, en
materia ética están lejos de la pureza de sangre. Y
una gran mayoría del país – mucho mayor que el
conjunto de votantes del Frente Amplio – ha otorgado
esa pureza de sangre a la izquierda, a sus
dirigentes, colaboradores y militantes. Y ha llegado
a esta conclusión a pesar de que ninguna de las
denuncias contra los máximos dirigentes blancos o
colorados resultó probada, o lisa y llanamente
fueron rechazadas, y con excepción del caso Braga no
hubo procesamiento de ninguna figura de primera
línea (lo de Braga es peculiar: por los mismos
hechos que en Uruguay se le procesa, el país gana
dos arbitrajes en el exterior). Y algo más fuerte,
jamás hubo acusación alguna contra un primer
mandatario o ministro mientras se encontraba en el
ejercicio del cargo. Las denuncias siempre fueron a
posteriori.
La izquierda ahora se
enfrenta a una situación similar. Como ayer con
blancos y colorados, tres de los cuatro escándalos
de mayor afectación de la izquierda tuvieron
principio en la misma izquierda: los casos de Areán,
Bengoa y Nin Novoa. El cuarto escándalo, el de la
Intendencia de Maldonado (por la concesión de la
publicidad en la vía pública del departamento a una
empresa supuestamente propiedad del jefe de campaña
electoral de los progresismos nacional y
departamental), reconoce una co-autoría de blancos y
frenteamplistas. (La palabra escándalo se usa en el
sentido de “alboroto, ruido” o de que “alguien
piense mal de otra persona”)
A estas situaciones se
agregan muchas otras, desde negocios con algún país
determinado hasta adjudicaciones de publicidad, unas
difundidas en los medios y otras de fluido rumor.
También se ve a familiares de gobernantes en cargos
políticos y de confianza al lado de esos
gobernantes, hoy como ayer. Y hoy como ayer las
explicaciones son que están allí por ser personas
realmente de confianza, o de gran capacidad o de
larga militancia política. Lo cual normalmente es
cierto, ahora como ayer.
En estas situaciones
ruidosas también se incurre en tres grandes
desviaciones que coadyuvan a la confusión nacional.
Uno es la creencia de que un procesamiento es
sinónimo de condena, que el procesado ha sido
encontrado culpable; no es una disquisición técnica:
el procesado es alguien cuya inocencia se presume y
del que hay un conjunto de pruebas que, de
comprobarse y ser plenas, conducirían a la condena,
pero que podrían no comprobarse y resultar absuelto.
Dos, que más allá de la virtud o la desvirtud la
gente queda socialmente condenada por la mera
aparición de su nombre en una denuncia periodística,
y esto es de hoy, de ayer y de hace un siglo, aquí
en las vecindades del Polo Sur y también en el
Hemisferio Norte, siempre que sean países con
libertad de prensa. Tres, que no es lo mismo la
comisión de un delito que la realización de actos
ética o políticamente incorrectos, en función de los
parámetros propios de un partido político o de los
parámetros dominantes en la sociedad; se puede
quedar absuelto penalmente y la sociedad, o un
conjunto de electores, quedar desconformes con la
conducta ético-política del absuelto.
Lo realmente sustantivo de
estos días es que la izquierda uruguaya ha perdido
la virginidad, ha desaparecido esa barrera que deja
de un lado a los virtuosos y pone del otro a los
deshonestos. Para la sociedad hay o ha habido
dirigentes políticos denunciados – con razón o sin
ella, de buena fe o de mala fe, por acción de
enemigos o de amigos, por culpa de roedores o de la
levedad de los espíritus – que pertenecen a los tres
grandes partidos políticos del país. Hay dirigentes
de mediano nivel procesados que han ocupado cargos
políticos o de confianza de gobiernos o
administraciones coloradas, blancas o
frenteamplistas. Esta equiparación – no que los
hechos sean más graves o menos graves, que las
pérdidas resulten mayores o menores – es lo que
golpea al Frente Amplio. Como con el valor asignado
a la virginidad en los parámetros señalados al
comienzo, la pérdida es irreparable. La izquierda ha
perdido ese gran activo de ser vista y sentida por
todos sus partidarios – pero también por buena parte
de sus no partidarios y hasta oponentes – como un
área donde no cabían determinadas conductas y
procedimientos.