
En estos días se plantea el debate en
torno a uno o dos pedidos de desafueros de miembros de la
Cámara de Representantes, y la discusión habida hasta este
momento – a nivel periodístico – enfoca el punto a partir de
la concepción de que el fuero es un privilegio de carácter
personal de un legislador y su defensa es una actitud de
tipo corporativa. Como el tema es mucho más complicado,
conviene empezar por el principio, que es cómo en general se
aconseja.
Primero que todo, una cosa es el fuero
(y su contratara el desafuero) y otra es la suspensión o
expulsión de un parlamentario. Muchas veces se
interrelacionan, pero son cosas diferentes. El fuero es un
estatuto especial de que goza el legislador, básicamente
emergentes de tres artículos de la Carta Magna, que disponen
que “Los Senadores y los
Representantes jamás serán responsables por los votos y
opiniones que emitan durante el desempeño de sus funciones”
(112), “Ningún Senador o Representante, desde el día de su
elección hasta el de su cese, puede ser arrestado, salvo en
el caso de delito infraganti y entonces se dará cuenta
inmediata a la Cámara respectiva, con la información sumaria
del hecho! (113) y “Ningún Senador o Representante, desde el
día de su elección hasta el de su cese, podrá ser acusado
criminalmente, ni aun por delitos comunes que no sean de los
detallados en el artículo 93, sino ante su respectiva
Cámara, la cual, por dos tercios de votos del total de sus
componentes, resolverá si hay lugar a la formación de causa,
y, en caso afirmativo, lo declarará suspendido en sus
funciones y quedará a disposición del Tribunal competente”.
El motivo de estos privilegios es asegurar la absoluta
independencia del legislador y, consecuentemente, del Poder
Legislativo, ante la posibilidad de atropellos del gobierno
y de la Justicia, es decir, de los poderes Ejecutivo y
Judicial. El fundamento del fuero es la defensa de la
institución parlamento, no de los individuos en tanto tales.
El desafuero es quitarle a alguien el fuero que posee,
despojarlo de su inmunidad o privilegio.
Otra cosa es la suspensión, que
normalmente va de la mano con el desafuero. El artículo 115
establece que “Cada Cámara puede corregir a cualquiera de
sus miembros por desorden de conducta en el desempeño de sus
funciones y hasta suspenderlo en el ejercicio de las mismas,
por dos tercios de votos del total de sus componentes” y que
“Por igual número de votos podrá removerlo por imposibilidad
física o incapacidad mental superviniente a su
incorporación, o por actos de conducta que le hicieren
indigno de su cargo, después de su proclamación”. Por otro
lado, los legisladores también pueden ser desinvertidos por
el mecanismo del juicio político.
Los desafueros, suspensiones y
remociones han sido excepcionales a lo largo del último
siglo y pico. En 1904 el Parlamento (colorado) votó el
desafuero y remoción de los diputados plegados a la
revolución blanca. En los años treinta hubo el desafuero y
remoción de un puñado de diputados bajo acusación de
peculado. En los cuarenta el Parlamento votó el desafuero y
exclusión de un diputado nazi, exclusivamente por opiniones
vertidas en la prensa. En 1972 blancos y colorados votaron
el desafuero de un diputado suplente frenteamplista para que
fuere juzgado por la Justicia Militar. Por allí se terminan
los desafueros. Luego hubo otros dos casos: la remoción del
senador frenteamplista José Germán Araújo por sus dichos
radiales en ocasión de la aprobación de la Ley de Caducidad
(expulsión que careció de los procedimientos de convocatoria
expresa, acusación y articulación de defensa) y la
suspensión por seis meses del diputado frenteamplista
Leonardo Nicolini bajo acusación de presentar pruebas falsas
o falsificadas a una comisión investigadora. Curiosamente,
en ambos últimos casos los legisladores suspendidos o
expulsados retornaron al Parlamento por el voto ciudadano.
Más larga es la lista de los
desafueros denegados, dos de los más famosos son los del
diputado comunista Rodney Arismendi a fines de los años
cuarenta y el del senador frenteamplista Enrique Erro ante
acusaciones de la Justicia Militar. Como se observa de la
lectura, el desafuero y la suspensión o remoción han sido
excepcionales, y las veces que han ocurrido ha predominado
más lo político que lo justiciable.
Pero el debate de fondo que muchas
veces se elude, que sí se dio con gran profundidad en los
años cuarenta, es a quién protege el fuero no desde el punto
de vista estrictamente jurídico, sino desde el punto de
vista de la teoría de la democracia y de la teoría de la
representación. Si el fuero protege al individuo que ostenta
la representación o el fuero protege a los representados.
Porque cada vez que se suspende o remueve a un electo, se
penaliza a los representados a quienes se deja sin la
representación que libremente eligieron, en el error o en el
acierto, con bondad o con maldad. Este es un tema esencial,
que se pierde cuando se discute el derecho en forma
piedeletrista y libresca, o cuando los hechos políticos se
analizan con metro aldeano. Desde el ángulo democrático
radical, expulsar a un representante es amputarle un órgano
al cuerpo parlamentario, amputar la representación
ciudadana.
Valga una anécdota. A fines de los
cuarenta el cine Trocadero (ubicado en 18 de Julio y
Yaguarón), en medio de la Guerra Fría, exhibió un film
duramente anticomunista y ramplón. Los comunistas
reaccionaron – con el diputado Arismendi a la cabeza -
mediante una manifestación que derivó en hechos de violencia
contra las cosas y el cine sufrió severos daños. La Justicia
intervino y pidió el desafuero del parlamentario. Fue
denegado. La argumentación manejada por los dirigentes
políticos fue que no se podía amputar la integralidad del
Parlamento “por unos cuantos vidrios rotos”, o dicho de otra
manera, que aunque hubiese cometido delito, a un legislador
no se le desafuera ni suspende por cualquier delito, porque
está en juego tutelar a los electores que lo eligieron, no
afectar su representación.
En general se
requiere de una formidable adhesión radical a la teoría más
pura de la representación democrática y un coraje sin par,
para no caer en el fácil juego de complacer a la tribuna y
pensar en las instituciones en sí mismas. Y eso es lo que
tuvieron en juego, en medio de la guerra fría, aquellos
diputados a caballo de la mitad del siglo pasado. No todos
comulgan con esa defensa radical de la democracia y de la
representación. Por ello sería deseable que se produjese un
debate por todo lo alto, más allá de anécdotas y de
personajes dudosos. Que primero se debatiese la teoría de la
representación y luego se entrase a las fojas del
expediente.