
En el viejo Derecho Civil los hijos no
eran todos iguales y, entre otras diferencias, había hijos y
entenados. Los hijos, es decir los descendientes de pura
sangre, tenían más derechos, y los hijos legítimos, los
habidos en el matrimonio, los mayores derechos. Los
entenados, palabra en desuso sustituida por hijastro, son
los hijos de uno de los cónyuges respecto al otro. El dicho
popular marca la diferencia de derechos entre el hijo y el
hijastro: “hay hijos y entenados”.
A lo largo del siglo XIX y los
primeros años del XX, muchos uruguayos fueron arrojados a
los países vecinos como fruto de las guerras civiles, la
violencia o el autoritarismo; y como ocurre con gente de
mediana edad, procrearon en esos país. El fenómeno fue de
elite y pasó a ser masivo a mediados de los años sesenta del
siglo XX, cuando este país formado en base a la inmigración
se transformó en un país de emigrantes, y expulsó a una
parte cuantitativamente elevada de su población; a lo que se
sumó además el impacto del exilio político en torno a los
setenta. Es el fenómeno conocido como “La Diáspora”, al que
el presidente de la República llamó “La Patria Peregrina”.
Entonces, los uruguayos hijos de uruguayos nacidos en otras
tierras dejaron de contarse por decenas y pasaron a contarse
por decenas de miles.
Con este gobierno surgió el propósito
de aproximar al país del sur con su patria peregrina.
Aparece como un objetivo relevante en el discurso popular
del acto de asunción del mando por Tabaré Vázquez, el que
pronuncia en la escalinata del Palacio Legislativo. Y esa
búsqueda tuvo dos caminos. Uno, emprendido por la
Cancillería bajo la conducción de Reinaldo Gargano, fue la
creación del llamado Departamento 20, para relacionar
institucionalmente al Estado con sus ciudadanos
desperdigados por el mundo (contra la creencia general, no
es la vigésima repartición de la Cancillería sino la
metáfora de que Uruguay tiene, además de sus 19
departamentos, uno más con su gente por el mundo). El otro
camino fue el abortado intento de otorgar el voto en el
exterior, que contó con muchos padres frenteamplistas, el
impulso parlamentario del diputado Edgardo Ortuño y las
soluciones técnicas diseñadas por el experto electoral
Walter Pesqueira. Pero hay otro tema, que motiva lo de los
hijos y los entenados, que tiene que ver con la ciudadanía
natural y la nacionalidad.
A lo largo de la historia, la
pertenencia a una organización sociopolítica fue determinada
por la sangre. Esto supuso que en los estados modernos la
ciudadanía adquirida por nacimiento lo fuese por la sangre
(ahora se diría por el ADN), es decir, el ser hijo de un
nacional otorga el derecho a ser de esa nacionalidad:
francés es el hijo de francés, italiano el hijo de italiano.
Es la teoría conocida como el derecho de la sangre (jus
sanguinis). La independencia de los países americanos obligó
a crear otra tesis, pues si no todos los habitantes de la
América del Norte angloparlante seguirían siendo británicos,
los de la América española seguirían siendo españoles y los
de la América lusitana, portugueses. Surgió la tesis de que
la nacionalidad deviene del lugar de nacimiento (jus soli),
no de la sangre, no de la patria (que quiere decir el lugar
de los padres).
Cuando se crea la República Oriental
del Uruguay se consagra el jus soli, como lo hicieron todas
las constituciones americanas. Pero cuando la segunda
Constitución, la de 1918, el país incorpora también el jus
sanguinis; fue uno de los más tempranos países en combinar
ambas fuentes. El artículo 74 de la Constitución establece:
“Ciudadanos naturales
son todos los hombres y mujeres nacidos en cualquier punto
del territorio de la República. Son también ciudadanos
naturales los hijos de padre o madre orientales, cualquiera
haya sido el lugar de su nacimiento, por el hecho de
avecinarse en el país e inscribirse en el Registro Cívico.”
Luego, en abril de 1989 se aprueba
la Ley 16.021, reglamentaria de la nacionalidad y la
ciudadanía uruguaya, que consagró legalmente la diferencia
entre hijos y entenados (curiosamente aprobada por
unanimidad). Por un lado llevó el criterio de avecinamiento
(que siempre fue definido por la doctrina como un “ánimo de
avecinarse”) a criterios de ciclo forestal: más que
avecindarse la ley exige que el nacido en el exterior hunda
sus raíces y a lo largo del tiempo ellas se profundicen
varios metros. Pero por otro, estableció (lo que era sí la
jurisprudencia constante de la Corte Electoral) una
diferencia entre los ciudadanos naturales: de un lado los
nacidos en el territorio son los únicos a quienes se otorga
el derecho al jus sanguinis (a trasmitir la ciudadanía por
descendencia) y del otro los nacidos fuera del territorio a
quienes niega ese derecho. La base de todo el razonamiento
es considerar que oriental no quiere decir natural de la
República Oriental, sino nacido en el territorio de la
Republica Oriental. Lo que se fundamenta en que en 1830,
cuando se redactó la primera versión de la norma, era la
noción de nacionalidad prevaleciente por estas tierras (pero
además, y ahí el olvido del legislador, aquí en 1830 ser
nacional de y nacido en eran la misma cosa). Sin duda es una
tautología, porque la conclusión surge de la propia premisa.
Congeló la interpretación en el tiempo.
Desde el punto de vista académico
añade un segundo problema: ¿cuál es el gentilicio de cada
una de las categorías de naturales? ¿Los nacidos en el
territorio serán orientales y los nacidos en el exterior
serán uruguayos? ¿O como surge de sus consecuencias, los
primeros son uruguayos de primera y los segundos uruguayos
de segunda? La ley avanza más, no sea cosa que fuese
demasiado simple. Establece que: son nacionales uruguayos y
ciudadanos naturales (y trasmiten la ciudadanía) los nacidos
en el territorio de la República; son ciudadanos naturales
pero no nacionales los hijos de uruguayos nacidos en el
extranjero avecinados en la República (y no trasmiten la
ciudadanía natural); y son nacionales uruguayos pero no
tienen derecho a ciudadanía los nacidos en el extranjero que
no se avecinen en el país. Entonces hay ciudadanos uruguayos
que son uruguayos, ciudadanos uruguayos que son extranjeros
y uruguayos que no son ciudadanos uruguayos. No hay país en
el mundo que tenga ciudadanos naturales que no son naturales
(es decir, que no son nacionales), que tenga naturales
(nacionales) que no son ciudadanos naturales y que tenga
naturales que sí son naturales
Parece llegada la hora de que se reflexione sobre este tema,
en momentos en que el mundo avanza aceleradamente hacia la
combinación plena del jus soli con el jus sanguinis y avanza
hacia la extensión del jus sanguinis. Parece también llegada
la hora de que se reflexione sobre una ley que -más allá de
la voluntad de sus autores y de sus votantes- emana un
tufillo de desagrado a esos uruguayos que nacieron por el
mundo. Y además que es de dudosa constitucionalidad, porque
en algunos aspectos hace decir a la Constitución
prácticamente lo contrario de lo que ella dice.