
A golpe de mayoría (“a colpo
di maggioranza”) se denomina en Italia a las decisiones
fundamentales o cambios en las reglas de juego resueltas por
una mayoría común, técnicamente dicho por una mayoría
absoluta pero no más allá de ella, o en términos más
simples, por algo más de la mitad en contra de una porción
que es apenas un poco menor de la mitad. Lo opuesto es la
“larga maggioranza”, que no quiere decir unanimidad, sino
una gran mayoría, expresada la mar de las veces en dos
tercios de votos de un universo determinado, o dicho en
otros términos, que la mayoría sea más del doble de la
minoría. Y lo más extremo es el consenso pleno, el que busca
una mayoría que supere holgadamente los dos tercios, que no
sean dos tercios contra uno, sino una razón matemática
sensiblemente mayor.
Se tiende a pensar, por los
partidarios de la consensualidad, que una democracia estable
requiere que las reglas de juego sean trazadas y puedan ser
modificadas solamente por grandes consensos o por amplias
mayorías, para lo cual normalmente rige la regla de los dos
tercios. No en vano la Iglesia de Roma adoptó esa norma para
la elección de su jefe supremo, el Papa, primero como
ficción de la “unanimitas” y luego como regla secular. Una
institución milenaria solo sobrevive si evita que una
mayoría circunstancial, que un conjunto puntual que resulta
ser un poco más de la mitad, imponga los cambios de regla o
la conducción suprema a los que circunstancialmente son
apenas un poquito menos de la mitad.
A poco de andar el siglo XX,
los padres del Uruguay moderno trazan la ingeniería
institucional de un país que busca paz, estabilidad política
y creencia en las instituciones, y que además acepte dirimir
el disenso mediante el juego de los partidos y las
elecciones. Al construir esa ingeniería, eligen los
principios de la consensualidad para diseñar las reglas de
juego y también para la modificación de esas reglas. Mayoría
y minorías acuerdan un diseño constitucional transaccional
para que todos se sientan reflejados en él. Y para ello
construyen esa originalidad uruguaya (una de las tantas,
posterior al ya establecido Doble Voto Simultáneo) como lo
es el Poder Ejecutivo bicéfalo: una rama a cuyo frente un
Presidente de la República se encarga de las relaciones
exteriores, la seguridad y la defensa nacional; y otra rama
colegiada, el Consejo Nacional de Administración, se encarga
del gobierno regular (finanzas, economía, educación,
industria, agro, obras públicas y más adelante salud,
trabajo, previsión social)
No solo los constituyentes
de 1916-18 dividieron el poder mucho más allá de lo que
impusieron los nobles ingleses o delineó Montesquieu, sino
que expresaron el temor a la personalización del poder mucho
más allá de lo que pactaron los helvéticos. Pero además,
pretendieron garantizar que las reglas de juego
fundamentales (“la Constitución”) solo se modificasen por un
amplio acuerdo: por mayoría de dos tercios de cada una de
las dos cámaras, expresada a su vez en dos Legislaturas
consecutivas.
Esta pretensión de la
exigencia de amplio consenso para modificar las reglas de
juego pareció ratificarse y ampliarse en la Constitución de
1934, la cual mantuvo la exigencia de los dos tercios de
cada Cámara para reformar la Constitución por vía de una ley
constitucional y consagró la regla de los dos tercios para
toda modificación de las leyes electorales y de ciudadanía.
Agregó, además, que el pacto político destinado a lograr los
dos tercios de votos representativos, recibiese a su vez el
aval directo de la ciudadanía, expresado en plebiscito. Todo
esto sobrevivió a todas las enmiendas de la Carta Magna:
1942, 1952, 1967, 1997.
Pero la Constitución de
1934, raro cruce de inspiración parlamentarista y
neocorporativista, con algunos tintes populistas, no se
atuvo a la linealidad de la alta consensualidad y se
contradijo a sí misma. Habilitó que la Constitución pudiese
ser reformada a golpe de mayoría, mediante la iniciativa
ciudadana (originariamente 20% de los ciudadanos,
actualmente el 10% de ellos) o iniciativa de una minoría
parlamentaria (2/5 del total de legisladores); iniciativa
que condujese a un plebiscito simultáneo con las elecciones
nacionales y requiriese una mayoría plebiscitaria común para
su aprobación (mayoría absoluta del total de votantes). La
Constitución de 1942 agrega otra vía a golpe de mayoría,
aunque más complicada, una verdadera carrera de obstáculos,
ya que la mayoría debe expresarse cinco veces: mayoría en
cada una de las dos Cámaras para aprobar una ley que
desemboque en elecciones de Convención Nacional
Constituyente, lograr mayoría en esas elecciones, mantener
la mayoría para aprobar un proyecto de reforma
constitucional, mayoría en el Cuerpo Electoral para aprobar
el proyecto de la Convención. Pero una mayoría sostenida
invariablemente logra per se el propósito, aunque fuere
apenas poco más de la mitad del país.
Ni el golpe de mayoría ni la
larga mayoría son buenas o malas per se. Lo que ocurre es
que cada una corresponde a una lógica completamente
diferente de la otra; son lógicas opuestas y
contradictorias. Y así se observa que en Uruguay ha
prevalecido lo uno y lo otro. En 1966 no se excluyó la vía
de la larga mayoría, pero sí del consenso pleno, porque una
conjunción de tres partidos alcanzó apenas los dos tercios
suficientes para aprobar in extremis – históricamente in
extremis – una ley constitucional que pusiese obstáculos a
una minoría ascendente e irrefrenable. Ahora, por segunda
vez en las últimas cuatro décadas, se tienta modificar las
reglas de juego a golpe de mayoría, con la finalidad de
mejorar las posibilidades electorales de lo que es el actual
oficialismo, ya que sus partidarios creen que sigue siendo
la mayoría absoluta del electorado del país.
El que se pueda elegir entre
una u otra lógica marca la contradicción fundamental que
quedó instalada hace tres cuarto de siglo, y que habilita
que la búsqueda del consenso o el golpe de mayoría no sean
el uno o el otro el camino único necesario e imprescindible,
sino que los actores – en función de sus cálculos y
estrategias – pueden elegir uno u otro derrotero. Con lo
cual no solo eligen un camino para llevar adelante sus
propósitos, sino que tienen en sus manos la posibilidad de
imponer al país el estilo político elegido unilateralmente.
Porque guste o no el golpe de mayoría supone la visión de la
política como una guerra incruenta, pero guerra al fin, y la
larga mayoría supone ver la política como el arte del logro
de compromisos. El que elija el golpe de mayoría determina
necesariamente el camino bélico incruento, porque de por sí
– en el mismo momento de emprender el camino – rompe los
puentes hacia la búsqueda de compromisos, y los compromisos
solo son posibles si son tentados de uno y otro lado.
Conviene repetir que tampoco el compromiso o la
confrontación son per se virtudes o defectos, sino formas
distintas de concebir la política. Pero son distintas,
incompatibles la una y la otra.