
Los dos últimos intendentes de Montevideo han arreciado
contra la publicidad política libre en la vía pública,
basados fundamentalmente en la preservación de la estética
de la ciudad. El tema no es nada menor, no es un tema más de
administración de la ciudad, sino una contraposición entre
dos valores y una opción sobre la prevalencia de uno u otro.
De un lado la defensa de una ciudad limpia y hermosa. Del
otro lado el no poner límites a la expresión del
proselitismo político para la captación de votos, es decir,
el derecho a la mayor libertad de exposición de sus valores,
propuestas, ideas, mensajes e imágenes de parte de los
actores políticos en busca de las preferencias ciudadanas,
que constituyen el elemento básico para el funcionamiento de
la democracia. Lo que está planteada es la tensión entre
ambos valores: la estética de la ciudad o la más amplia
libertad de comunicación política; como ocurre siempre, es
difícil el equilibrio entre ambos. El intendente actual,
como el anterior, se han inclinado decidida y fervientemente
por la prevalencia de la estética de la ciudad, opción muy
valedera. Aunque la opción de ambos intendentes va en contra
de lo actuado tradicionalmente por la izquierda, que
defendió siempre a rajatabla esos espacios de uso libre,
como arma de los menos poderosos, de quienes no cuentan con
grandes medios masivos de comunicación en su favor, y
especialmente de los alejados del poder del dinero. Cabe
recordar aquella cantinela irónicamente ofensiva para la
izquierda, después de las elecciones de 1971, en que se
decía: “Seregni idiota, los árboles no votan”. Porque el
Frente Amplio, a falta de acceso fluido a la televisión y la
radio y con una prensa menguada, había tapado los muros, las
columnas y los árboles de la ciudad.
Nunca debe olvidarse que la estética de la ciudad – en lo
concerniente a este tema – jamás tuvo más destaque, más
brillo, que en la dictadura. Paredes inmaculadas, columnas
sin un solo cartel. Quizás para muchos esos muros limpios e
incontaminados suenen a muros del silencio. Hubo militantes
que murieron, otros que sufrieron prisión y tortura, por
romper la estética de la ciudad, por romper el silencio de
los muros. La limpieza resultaba de la imposibilidad de
expresar ideas. Hace décadas, cuando algún observador de lo
político visitaba otros países, inmediatamente distinguía
aquéllos bajo dictadura por la proliferación de muros del
silencio, por la ausencia de pintadas y de carteles. La
ciudad contaba con las ventajas estéticas de que ni un solo
pensamiento ensuciase sus paredes, sus árboles o sus
columnas.
Las muros pintados, las columnas del alumbrado plagadas
de columneras, son ventajosas para los actores políticos,
para los partidos, para las candidaturas nacionales, pero
por encima de todo para todas y cada una de las listas,
especialmente para las pequeñas listas de candidatos, para
las más desprovistas de recursos financieros. Pero no solo
son ventajosas para los actores políticos, sino que son una
escuela política para los ciudadanos. Tienen la oportunidad,
al recorrer la ciudad – sea a pie, en ómnibus o en automóvil
– de observar la más variada oferta electoral, las opciones
que presentan los partidos y los candidatos nacionales, ver
la diversidad de propuestas y de figuras que aspiran a
competir en la competencia de la democracia.
Muchas veces – no quiere decir que sea el caso del actual
ni del anterior intendente - la molestia con la publicidad
política de uso libre en la vía pública lo que expresa es un
desafecto más general por la política, una visión peyorativa
del voto y de la conquista del voto, que resulte o no
consciente implica una minusvaloración de la democracia.
El uso libre de la vía pública generó también sus propios
códigos de uso de muros y columnas, de respeto a los
derechos de los otros competidores. Se sabe de la existencia
de reglas implícitas que no deben violarse. No es una
jungla. Cada quien sabe cómo debe conducirse en ese juego, y
cuando hay trasgresores, que siempre los hay, reciben el
consabido castigo del sistema político y del entorno.
Hace cuatro décadas esta sociedad que venía del
liberalismo político, de la tolerancia a las ideas opuestas,
de la exaltación de la libre competencia de pensamientos
diversos, minusvalorizó esos valores, a los que consideró
tan obvios que no era necesario defenderlos y a veces ni
siquiera preservarlos. Tirios y troyanos descalificaron la
política, la conquista del voto, el voto mismo, el sistema
política, la competencia política, el juego político. Todo
fue demonizado en base a ideas muy opuestas entre sí. Y una
parte de esos tirios y esos troyanos ensayaron o practicaron
caminos alternativos a los votos. La sociedad experimentó
eso y luego experimentó la consecuencia de ello. A cinco
lustros de restaurada plenamente la democracia política,
parece olvidarse que la democracia es una planta que no vive
por sí sola, sino que se necesita que se la riegue a diario.
Si no se la riega, si no se la cuida, si comienzan a
levantarse opciones laterales que la costriñen, más temprano
que tarde se la corroe.
La defensa de la estética de la ciudad se hace además
sobre la base de la obviedad: quién puede ser tan obtuso,
atrasado, sucio o arrastrado para querer una sociedad sucia
y contaminada. El problema que lo que está en juego no es la
limpieza ni la belleza, sino el equilibrio entre la estética
y la libertad política, y el riesgo que la defensa de la
estética asfixie la libertad política. Y además la asfixie
sesgadamente: en perjuicio de los actores político más
pequeños o con menor sustento económico.
Visto el tema como se expone en este análisis, no aparece
como un asunto menor, sino como esos asuntos aparentemente
pequeños, cuyo descuido en forma acumulada terminan siendo
sustanciales en el producido de efectos.