Hacia comienzos del último siglo anterior a la era
cristiana, Roma se encontraba dividida políticamente entre
una fracción representativa del patriciado, que defendía
sus beneficios por considerar que eran quienes hacían a la
fortaleza y esplendor de la República, y la factio
popularium (fracción popular), que instrumentaba
asambleas populares en procura de una redistribución de la
tierra (que a poco de andar aplicaría Julio César), la
condonación de las deudas de los más pobres y un sistema
político de mayor participación popular. Los Graco y César
fueron claros exponentes de esta facción. En las
elecciones del año 93 AC para el consulado confrontaron
Marco Tulio Cicerón como exponente de la fracción
aristocrática y Lucio Sergio Catilina por la factio
popularium. Vence Cicerón (según los populares por
fraude y corrupción) en lo que algunos consideran la
primera campaña electoral de la historia, diseñada por su
hermano Quinto Tulio Cicerón (quien escribió el primer
manual de campaña electoral de la humanidad:
“Commentariolum Petitionis”). Se hicieron famosas las
invectivas de Cicerón contra Catilina, en la cuatro
famosos discursos conocidos como “Catlinarias”, los cuales
llevan el latiguillo (según algunos, surgidos de la pluma
de su hermano Quinto Tulio, lo que sería el primer slogan
electoral de la historia): Quo usque tandem abutere,
Catilina, patientia nostra?” (¿Hasta cuando, Catilina,
abusarás de nuestra paciencia?). De la mano de los Cicerón
surge el término populismo, como calificación peyorativa a
sus adversarios, a quienes acusaba de – en términos
contemporáneas – no respetar los contratos, el equilibrio
fiscal y el buen manejo de las cuentas públicas. Dieciocho
siglos más tarde, en el periodo más duro de la Revolución
Francesa, el término reaparece usado por los girondinos
contra Marat, L’Ami du Peuple (más que un
populista, un izquierdista revolucionario).
Es a partir del primer tercio del Siglo XX cuando el
término “populismo” pasa a ser la denominación de una
clara categoría de clasificación politológica, aplicado
especialmente a diversos regímenes políticos
latinoamericanos: el primer getulismo en Brasil (O
Estado Novo de Getulio Vargas, 1937-1945), el
nacionalismo revolucionario boliviano - desde Gualberto
Villarroel (1943-46) hasta la segunda presidencia de
Víctor Paz Estenssoro (1952-64) - y el primer peronismo en
Argentina (El justicialismo de Juan Domingo Perón,
1945-1955). Desde posturas opuestas a los mismos en forma
combativa (el liberalismo político, la derecha liberal, el
marxismo) se los acusó lisa y llanamente de fascismo.
Y durante mucho tiempo existió una corriente que asimiló
populismo con fascismo. También hay quienes incluyen en la
categoría de los primeros populismos latinoamericanos, a
Lázaro Cárdenas (México, 1934-1940), y al velasquismo
ecuatoriano (José Ma. Velasco Ibarra, cinco veces
presidente y otras tantas veces derrocado entre 1934 y
1972). Modernamente el populismo reapareció en versiones
más socializantes (y por tanto, con dudas si traspasan y
cuándo la frontera entre lo populista y lo revolucionario
anticapitalista) en Hugo Chávez en Venezuela (con su
movimiento fundado en 1982 y en el poder desde 1999) y
Rafael Correa en Ecuador (desde 2007). Aunque es común
considerar populista a Evo Morales, en esencia representa
otra categoría en clivaje étnico, ya que expresa a la
mayoría boliviana compuesta por indígenas (incluidos
mestizos con identificación en sus raíces indígenas)
subsumida política y socialmente por una mayoría mestiza,
a lo largo de casi dos siglos.
Como en Roma o en la Revolución Francesa, en los
últimos tiempos, quizás en las últimas dos décadas, desde
ciertas posturas políticas clasificables
internacionalmente como que van desde el centro hacia la
derecha, se emplea la calificación de populismo como
sinónimo de demagogia, lo cual es incorrecto desde el
punto de vista de la ciencia política.
El populismo como categoría politológica aparece en
momentos de ausencia, destrucción o gran debilidad de los
sistemas de partidos, grandes desequilibrios sociales y
fuerte presencia de poder o influencia extranjeras
(política o más bien económica). En cuanto a lo ideológico
o programático, un movimiento populista apunta a algún
tipo de reivindicación anti-imperialista (lucha contra el
poder extranjero que considera que afecta la independencia
real del país, o contra el capital extranjero presente en
el país, o que intermedia en la financiación al país o en
la comercialización de los bienes y servicios del país); a
fuertes reivindicaciones nacionalistas (nacionalización de
recursos naturales, estatización o control del comercio
exterior, fuerte control de cambios); políticas económicas
dirigistas; defensa, creación o recreación de un
empresariado nacional (burguesía nacional); organización o
reorganización y control del movimiento sindical; búsqueda
de mayor equidad social; inclusión, protección y
eventualmente organización de los sectores marginados.
Desde la visión marxista se considera que un elemento
esencial delimitatorio entre lo revolucionario y lo
populista, es que el populismo no contradice la existencia
del sistema capitalista. Desde el punto de vista de la
estructura política, los movimientos populistas se
consideran a sí mismos como exponentes del conjunto de lo
nacional (son “movimientos nacionales”, “El Movimiento
Nacional”), se expresan a través de una fuerte
personalización en un liderazgo fuerte o caudillismo, se
articulan mediante organizaciones fuertes y complejas que
pretenden abarcar al conjunto de los sectores que sirvan
de base a ese movimiento nacional (en un juego simultáneo
de convocatoria y control). El populismo es esencialmente
opuesto a la poliarquía[1],
es decir, a la libre competencia igualitaria y plural
entre opciones políticas diferentes y opuestas, y por
tanto al libre juego de confrontación de ideas opuestas,
aunque utilice métodos y procedimientos afines a la
poliarquía. La tendencia natural del populismo es a la
hegemonía política excluyente.
Con estas definiciones, en Uruguay no hay ni sombra de
populismo ni condiciones ambientales para el surgimiento
de ningún tipo de movimiento ni de políticas populistas.
Lo que se observa, en cambio, es la reiteración de la
dicotomía Cicerón-Catilina: exponentes de los sectores que
consideran que la pujanza del país está asociada a los
beneficios de los sectores más altos, cuyos beneficios son
amenazados por las políticas orientadas a atender las
demandas de los sectores más bajos (“los sectores
populares”), utilizan el término populismo como sinónimo
de demagogia, como denostación a los defensores de estas
políticas.
[1]
De manera operacional puede
asimilarse poliarquía, en la definición de Robert Dahl,
a “democracia liberal”.