La democracia es una palabra que
ha dejado de ser clasificatoria para ser
calificatoria, lo cual dificulta mayormente el
referir a ella en términos analíticos; ya casi no
hay régimen en el mundo que no se considere a sí
mismo como democrático. Entonces, conviene precisar
que a los efectos de este artículo se define como
“democracia” a lo que en Ciencia Política se llama
“poliarquía” (en la definición dada por el
politólogo norteamericano Robert A. Dahl), que más o
menos coincide con lo que tiende a denominarse
“democracia liberal” en su forma más pura.
Una democracia supone que los
ciudadanos puedan manifestar sus preferencias para
decidir la composición y orientación del gobierno.
Esas preferencias - expresadas por un mecanismo
denominado elecciones y por un instrumento llamado
voto - supone como base fundamental la competencia
entre ideas y proyectos diferentes, la libertad de
asociación de los ciudadanos para estructurar esas
propuestas (constitución de partidos), la libre
presentación de ofertas electorales (candidaturas),
la libre defensa de los diferentes postulados
(libertad de expresión, campañas electorales libres,
sin restricciones ni coacciones) y la libérrima
selección por parte de los ciudadanos en forma
individual y secreta. Significa para los ciudadanos
el más libre acceso a la información, lo que supone
el más libre acceso a las propuestas de partidos y
candidatos, el más libre acceso al conocimiento de
lo que ocurre en el país y en el mundo, el más libre
acceso al conocimiento de lo que piensa el conjunto
de los ciudadanos (en general, mediante encuestas y
otras técnicas de ciencias sociales).
Lo anterior supone que una
democracia, en la definición dada, solo existe si
hay un voto absolutamente libre y decisivo, y para
emitir ese voto el ciudadano se mueve en un ambiente
de la más amplia libertad y pluralidad. Va de suyo
que ese voto se emite y escruta mediante
procedimientos trasparentes, a cuyo frente existe
una autoridad imparcial a prueba de todo
cuestionamiento. Sin esas elecciones libres, puras,
trasparentes y garantizadas, no hay democracia. Este
es un punto de previo y especial pronunciamiento.
Existen teorías que consideran que no hay democracia
sin otros elementos que configuran lo que Emilio
Frugoni llamaba “las tres dimensiones de la
democracia”, es decir, que con la democracia
política se conjugasen la democracia social y la
democracia económica. Ello es material para otro
enfoque del tema, por lo cual el análisis continuará
exclusivamente en la dimensión política. Y a este
respecto aparecen tres puntos significativos: la
obligatoriedad o voluntariedad del voto, el papel de
los partidos políticos y la confianza de los
ciudadanos en los actores políticos.
La obligatoriedad del voto enfrenta dos concepciones
diferentes. Por un lado quienes consideran que no
puede haber restricciones a la libertad del
individuo, dentro de la cual está el abstenerse de
participar en la cosa pública y de decidir los
destinos de la sociedad; por tanto, cómo se integra
y para dónde debe ir el gobierno es un tema
reservado a quienes les interese el asunto y que
obligar a los demás a participar atenta contra el
derecho a la libertad, a la libre elección de
quedarse en su casa. La consecuencia que tiene el
voto voluntario, demostrado urbi et orbi, es su
elitización: vota el segmento más educado de la
sociedad, de mayor nivel socioeconómico y de mayor
información de la política y los asuntos públicos.
Como es obvio, pero aunque lo sea igual hay muchos
estudios demostrativos al respecto, esa elitización
conlleva a que la integración de los gobiernos y la
orientación de los mismos va a corresponder a los
intereses y a los valores de los segmentos votantes
y, por tanto, en desmedro de los intereses y los
valores de los segmentos no votantes, que son los
menos educados, de menor nivel socioeconómico, menor
información y menor comprensión de la cosa pública.
Entonces, la obligatoriedad del voto es la
contradicción entre el voto derecho y el voto deber,
entre la libertad y lo compulsorio, pero también
entre la participación de las elites y la
participación de todos.
Otra discusión, que abarcó buena parte del siglo XIX
y reaparece en los inicios del siglo XXI, es la
conveniencia o necesidad de los partidos políticos,
debate que no ha llegado al Uruguay. En cambio en
estas tierras existe polémica sobre cuán organizados
deben ser los partidos (especialmente en los niveles
inferiores de la estructura partidaria), qué tipo de
funcionamiento deben tener (especialmente qué grado
de funcionamiento permanente) y qué grado de
participación corresponde a los partidarios. En
Uruguay se agrega una discusión de poca extensión en
el resto del mundo occidental: si la conformación y
dirección de los partidos corresponde a sus
afiliados (es decir, a quienes participan plenamente
de su programa e ideología, adhieren a ella y
aceptan disciplina partidaria) o corresponde a los
simples y ocasionales votantes. El mecanismo de
elecciones generales voluntarias (mal llamadas
elecciones internas) se corresponde con la teoría de
los partidos sin afiliados, en que los ocasionales
votantes determinan las candidaturas y las
autoridades partidarias, a contrapelo de la
concepción clásica de los partidos europeos
(socialistas, socialcristianos, liberales,
conservadores y populares) y también de las viejas
concepciones uruguayas (del batllismo, socialismo,
comunismo, democracia cristiana).
Finalmente queda un punto esencial en el análisis y
medición de la robustez de la democracia: la
creencia de los ciudadanos en la misma. Ello implica
primero la creencia de que mediante el voto se
pueden decidir de verdad los destinos del país y de
la sociedad, creencia tanto más fuerte cuanto más
arraigada es la democracia, y más débil cuanto más
lábil es esa democracia. Para creer en eso hay
además que confiar en la buena voluntad, honestidad
personal e intelectual, buena fe, capacidad y buenas
intenciones de los actores políticos. Si estas
valoraciones se debilitan, aunque funcionen todos
los elementos estructurales, la democracia se vacía
y debilita.
Entonces, la democracia reposa en el voto libre y
trasparente, emitido hacia partidos sólidos y hacia
actores políticos creíbles: en esta conjunción está
la fuerza de la democracia.