
Consenso de Washington se llama a un listado de
medidas, elaborado en torno a 1990, que se
consideraba el paradigma de una economía de mercado
sana, en momentos triunfantes del capitalismo
liberal frente al colapso del socialismo real y la
crítica situación de los modelos de “welfare state”.
Este paradigma fue el manual que a su vez intentaron
imponer a los países subdesarrollados los organismos
internacionales con sede en Washington, como el
Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional,
pero también el gobierno de los Estados Unidos. El
Consenso de Washington fue considerado el decálogo
del llamado “neoliberalismo” (un aggiornamento del
clásico liberalismo económico puro), contó con el
apoyo irrestricto de las consultorías económicas
internacionales y una paralela oposición combatiente
de los sectores de izquierda.
De 15 a 20 años después, con la llegada de la
izquierda izquierda al gobierno en el Cono Sur
(Frente Amplio en Uruguay, Lula en Brasil, Lagos y
Bachelet en Chile), muchos observadores consideran
que la izquierda practica la que combatió y ha
adherido sin reservas a ese Consenso de Washington,
aunque sin confesarlo. Sin duda los que más hacen
esta afirmación son aquéllos que en su momento
fueron las víctimas de los ataques y
deslegitimaciones de la izquierda, que asisten
estupefactos a ver cómo se exalta lo que ayer se
denigró.
No cabe duda alguna que siete de los diez
mandamientos washingtoniano son aplicados a
rajatabla por los tres referidos gobiernos de
izquierda del Cono Sur: disciplina fiscal, cambios
en las prioridades del gasto público (de gasto
improductivo a gasto en salud, educación e
infraestructura), reforma tributaria (con mayor
imposición directa), liberalización de las tasas de
interés, liberación del comercio exterior (apertura
de la economía), liberalización de la entrada de
inversiones, derechos de propiedad. Todos estos
puntos han sido adoptados por estos gobiernos y por
el Frente Amplio en particular, con índices muy
importantes de apoyo popular, con la excepción en
Uruguay de la polémica reforma tributaria, quizás el
punto más controversial de los siete señalados.
Hay tres en que el decálogo no ha sido seguido en
Uruguay, para hablar solo de este país: las
privatizaciones, la desregulación y una tasa de
cambio competitiva. En cuanto a privatizaciones no
se cumplió en la interpretación maximalista de los
años ochenta y noventa (como por ejemplo se llevó a
cabo en Argentina), en que supuso la venta total de
los activos de empresas públicas y su concesión a
privados. En ese sentido Uruguay mantuvo el
monopolio de la telefonía básica y un papel central
del Estado en las comunicaciones, el monopolio o
cuasi monopolio en la generación y distribución de
energía eléctrica, el monopolio en el refinado y
distribución de combustibles, algunos monopolios en
materia de seguros, y una posición dominante en el
mercado en el área bancaria, de los fondos de ahorro
previsionales. Pero en cambio se impulsó mucho la
privatización de empresas en otras áreas: las dos
polémicas privatizaciones de Pluna, el desmontaje de
la industria pesquera estatal, la convocatoria a que
los privados participen en la explotación de
servicios ferroviarios, la construcción de puertos
privados, la instalación de un casino privado, entre
otros; a ello hay que sumar la asociación del Estado
con privados en diversos emprendimientos, el
desarrollo de empresas privadas con capitales
estatales y las privatizaciones periféricas. En
desregulación Uruguay caminó hacia ello en muchos
terrenos, se detuvo en otros y volvió hacia las
fuentes originales de alta regulación o fuerte
presencia vigilante del Estado en otros tantos.
Finalmente, el punto en que los gobiernos uruguayos
distaron mucho del Consenso de Washington es en el
objetivo de una tasa de cambio competitiva, donde el
peso ha estado con cotizaciones extraordinariamente
elevadas contra las principales monedas mundiales en
no menos de 15 de los últimos 20 años.
Puede afirmarse, entonces, que la izquierda uruguayo
como gobierno ha adherido sustancialmente al
Consenso de Washington, pero no plenamente,
especialmente en el campo de la propiedad estatal de
áreas estratégicas y en materia de regulación. Y
casi nadie adhirió a fondo en la competitividad
cambiaria. Sin embargo, es correcta la inquietud que
surge de tiendas opositoras, desde quienes cuando
gobierno sufrieron el embate de la izquierda contra
esas mismas políticas. Ocurre que gran parte de esos
entonces gobernantes ven una especie de perfidia,
mucho más cuando la adhesión al Consenso de
Washington se expresa con el entusiasmo de los
nuevos conversos. Pero hay algo cierto que merece el
análisis, es por qué la gente adhiere a muchos de
estos cambios y le sigue poniendo freno a otros. Que
el Estado regle un montón de cosas y haga con cierta
fuerza sigue siendo un reclamo nacional, que
trasciende al frenteamplismo y comprende a la
mayoría de los votantes blancos y colorados; lo
mismo en cuanto a que áreas estratégicas de la
energía, las comunicaciones y las finanzas estén
monopolizadas o dominadas por el Estado, Esto ya
marca una diferencia significativa, y se emparienta
con la postura hegemónica en la sociedad cuando el
referendum sobre la Ley de Empresas Públicas, en
1992.
Hay algunos casos en que la una parte de la
izquierda adoptó medidas sencillamente porque no
entendió lo que impulsaba. Por ejemplo, la mayoría
de los legisladores frenteamplistas votaron la Ley
de Promoción y Defensa de la Competencia - impulsada
por Vázquez y Astori - en la creencia de que votaban
una ley anti-trust, sin percibir que estaban en la
ley los principios más caros al llamado
“neoliberalismo” y a los valores de la sociedad de
consumo.
El quid, lo que hay que analizar, es por qué la
sociedad (y no solo los frenteamplistas) avala otras
políticas desreguladoras, desmonopolizadoras,
convocantes del capital privado y del extranjero,
cuando estas políticas son impulsadas por el Frente
Amplio y las combatieron cuando eran impulsadas por
los colorados gobernantes y los blancos gobernantes.
Mucho más difícil de explicar en una sociedad
conservadora, de lentos movimientos, poco proclive a
los virajes bruscos, sin atisbo de veletismo.
Probablemente la explicación haya que buscarla en
dos elementos, reales o supuestos: uno es que una
parte mayoritaria de la sociedad - no importa el
grado de certeza o falsedad de las cosas -
desconfiaba éticamente de las medidas y tendía a
pensar en que había un juego de intereses detrás;
también sin importar si la apreciación es correcta o
incorrecta, la sociedad tiende e darle un manto de
santidad a lo que hace el Frente Amplio, por lo
menos hasta ahora. Lo segundo es que las dirigencias
blancas y colorados gobernantes demostraron con
claridad que fueron perdiendo en forma sostenida la
confianza de la gente, su credibilidad, confianza y
credibilidad - no importa si con acierto o no - la
gente otorga a la dirigencia gobernante
frenteamplista, al menos por un tiempo más.