Como
en aquellas adivinanzas adolescentes: ¿en qué se
parecen las elecciones al Campeonato Mundial de
Fútbol? En que son luchas por el poder, real o
simbólico. Por el poder a través de la fuerza o del
prestigio. La lucha por el poder existe desde antes
de los albores de la humanidad, pues ya está
presente en la vida en colectivo (en manadas,
jaurías) de mamíferos superiores. Es la lucha del
desafiante joven que disputa el cacicazgo al cacique
viejo. Es la pelea de una horda o más modernamente
una tribu, por dominar un espacio que le provee
comida, abrigo o seguridad. En un refinamiento de
esas etapas primitivas, la lucha colectiva de todo
el conjunto se sustituyó por la lucha individual de
los representantes de cada uno (los respectivos
jefes o caciques), cuyo resultado obligaba al
conjunto. En un paso más de refinamiento, la lucha
bruta aparece sustituida por la competencia de los
aspirantes en las habilidades más apreciadas por los
componentes del colectivo: por ejemplo, la mayor
habilidad en la caza o la lucha contra un animal
poderoso. El vencedor obtiene un triunfo simbólico,
es decir gana la competencia, y ese triunfo
simbólico es el que otorga un triunfo real: el
acatamiento de los demás, la consagración en la
jefatura o el sometimiento del pueblo vencido. Las
elecciones son el último paso dado por la humanidad
en ese refinamiento (un paso muy largo, que va desde
la vieja Grecia hasta nuestros días, con mayor o
menor participación de gente) y parafraseando a
Jorge Luis Borges son una consecuencia de la
estadística: los más determinan a quien corresponde
el poder, y los menos se someten a ese resultado.
El nacimiento de los juegos
olímpicos en la antigüedad fue una forma de
estructurar esa competencia en el plano simbólico.
El renacimiento de los juegos olímpicos en la
modernidad (al caer el siglo XIX) ocurre en el
momento de consolidación del mundo de las naciones.
Lo que hace el barón Pierre de Coubertin es recrear
la lucha por el poder mediante la exhibición de
habilidades y destrezas, cuyo resultado es el poder
simbólico expresado en los premios olímpicos; pero
es una lucha entre naciones y no solamente entre
individuos, y esa lucha por el poder actúa como
sucedáneo de la guerra. Pero los juegos olímpicos
expresan además la floreciente competencia entre las
naciones. De allí los uniformes con los colores
patrios o de las respectivas casas reales, las
banderas y los himnos. La simbología de los juegos
olímpicos se traduce luego, al despuntar el siglo
XX, o a lo largo de la primera mitad del siglo XX,
en la competencia entre naciones en los más diversos
deportes y juegos a través de los denominados
campeonatos mundiales o campeonatos del mundo, o
también bajo la denominación de olimpíadas o juegos:
fútbol, rugby, básquetbol, ajedrez, natación, polo y
todo aquello que signifique alguna competencia,
hasta la pelota vasca en que participa apenas poco
más de media docena de países (entre ellos,
Uruguay).
Nada más claro que esa simbología
de países que se enfrentan, que ver al presidente de
un país (como días pasados José Mujica en el Estadio
Centenario) haciendo entrega de la bandera nacional
a la selección uruguaya de fútbol; es una ceremonia
equivalente a la entrega de las cartas credenciales
a un embajador, que como se sabe van acompañadas de
la carta y la bandera. Cada partido adquiere la
simbología de enfrentamiento entre dos naciones:
desde la vestimenta de los jugadores a la ejecución
de los himnos nacionales. No juega una selección de
la Asociación Uruguaya de Fútbol, o una selección de
personas de una misma nacionalidad que practican un
mismo deporte, sino que juega Uruguay, el país.
Sobre los jugadores se deposita no solo la carga de
la historia del deporte (en el caso vernáculo, el
peso de haber estado cuatro veces en la cima del
mundo) sino también todos los amores, odios, éxitos
y frustraciones del país entero, del pueblo entero,
de Artigas a la actualidad, y hay quien cree que va
más allá y encarna a los pocos charrúas que
habitaron estas tierras o a los muchos guaraníes.
El carácter de lucha por el
prestigio mundial otorgado a los deportes ha
aparejado dos consecuencias significativas. Una es
que muchos regímenes destinaron grandes recursos
materiales para lograr los más altos niveles en
determinados campos deportivos, para demostrar al
mundo que el éxito de sus jugadores era el éxito de
su sistema, de su país o de su gobierno. En tal
sentido cabe mencionar la importancia dada al
deporte competitivo por el socialismo real (con la
Unión Soviética a la cabeza, y actualmente Corea del
Norte), por el nazismo (como las Olimpíadas de
Berlín de 1936), por el fascismo (el Mundial de
Fútbol de 1934 y la siguientes Olimpíadas de Roma de
1936), la pasada dictadura argentina (Mundial de
Fútbol de 1958). Y en forma más sutil en casi todos
los países desarrollados, en este caso mezclado
además con negocios gigantescos.
La otra consecuencia de esa lucha
es el establecimiento de ejes políticos en la
participación o no participación en las competencias
como el boicot norteamericano a las Olimpíadas de
Moscú, el siguiente boicot soviético y del campo
socialista a las Olimpíadas de Los Ángeles, la
organización por Libia de las Contraolímpiadas
antisionistas de ajedrez (1976) y el paralelo boicot
soviético y árabe a las Olimpíadas oficiales de
Ajedrez en Israel, la negativa soviética a disputar
la clasificación al Mundial contra Chile en el mismo
Estadio Nacional que hasta días atrás había servido
de campo de detención, tortura y fusilamientos
(noviembre de 1973), la exclusión de la Sudáfrica
del apartheid de las competiciones deportivas
internacionales más importantes y la negativa a
aceptar la participación de Yugoslavia en las
Olimpíadas de 1992 y su sustitución por un equipo de
“atletas libres”. Es decir, la competencia entre
naciones adquirió toda la carga de una lucha
política, con razones o sinrazones para unos u
otros. Y así como ocurre la competencia, el boicot y
la enemistad, también la hermandad en comportamiento
que muchos consideran que está al menos en el borde
de la ética de juego: el empate pactado entre
Alemania y Austria en el Mundial de 1982 que
permitió la clasificación de Austria a la fase
siguiente, o el empate entre Argentina y Uruguay que
permitió la clasificación de Uruguay al Mundial de
2002 (más exactamente, el derecho a disputar la
clasificación con Australia). También el orgullo
nacional mezclado con las apuestas tuvieron sus
víctimas, como el jugador colombiano asesinado tras
haber hecho un gol en contra que marcó la
eliminación de su país del Mundial de Fútbol de
Estados Unidos (1994).
El Mundial de Fútbol expresa los
vítores, los laureles, las amarguras, las
frustraciones, los enojos, las venganzas, las
hermandades, las trampas, lo heroico y lo sórdido de
toda lucha por el poder, en este caso, del poder
simbólico entre las naciones por el prestigio ante
la opinión pública mundial.