En el reciente cruce fuerte y
sonado entre José Mujica y Tabaré Vázquez – motivado
en la intención del actual gobierno de realizar
algunas modificaciones a la normativa sobre el
tabaquismo – puede llevar a sorpresas e
interpretaciones erróneas, máxime si se atiende a la
superficie, y obliga a una explicación detallada del
sistema político uruguayo, tanto de su ingeniería
jurídica como de su praxis. Antes que nada,
corresponde despejar un equívoco: no es un choque
entre un nuevo presidente y un antecesor que cree
que todavía sigue en ejercicio del cargo y, por
ende, que pretende dictarle a su sucesor lo que éste
debería hacer. A estos efectos Vázquez es tres cosas
a la vez:
Uno, el
anterior presidente, con el poder del prestigio que
le puede quedar a quien ejerció tan alta
magistratura y representó al país y al conjunto de
sus ciudadanos a lo largo de cinco años.
Dos, uno
de los posibles futuros presidentes de la República
y, en principio, a la luz de los datos a la fecha,
la persona que cuenta con mayores probabilidades de
serlo (o para ser más precisos aún: la persona que
la abrumadora mayoría de los uruguayos cree que será
el próximo primer mandatario, creencia que sustenta
la totalidad de la dirigencia frenteamplista y
también de la mayoría de la dirigencia opositora).
Tres, el
líder de una parte significativa del Frente Amplio,
difícil de cuantificar, cuya opinión impacta sobre
una parte nada pequeña de la bancada parlamentaria
del oficialismo.
Por su parte José Mujica es el
presidente de la República (con el poder y las
limitaciones de este cargo) y el líder de otra parte
significativa de la bancada parlamentaria del
oficialismo. Entonces, el cruce hay que verlo entre
esas dos facetas de don Pepe y las tres facetas de
Tabaré.
Contra la creencia de muchos
actores políticos y comunicacionales, el sistema
político uruguayo no entra ni en su teoría ni en su
praxis en la categoría de régimen presidencial en el
doble sentido del término: un régimen de absoluta
separación y equilibrio de los dos poderes
políticos, el ejecutivo y el legislativo, y una rama
ejecutiva unipersonal. A los efectos de lo que
importa a este análisis, en un régimen presidencial
el presidente es el jefe único del Poder Ejecutivo o
rama ejecutiva, los ministros son sus subordinados
(a quienes nombra, destituye y da órdenes), decide
por sí los actos de gobierno, se emiten los decretos
y resoluciones a su sola firma (o a la firma de un
tercero que recibe el poder por delegación). Nadie
puede revertir un acto de gobierno suyo, salvo por
razones de inconstitucionalidad o ilegalidad. Su
poder queda limitado cuando el acto es
necesariamente legislativo y, por tanto, requiere de
la aprobación del Poder Legislativo, o el acto es
exclusivamente ejecutivo pero requiere de fondos
cuyo uso requiere de autorización legislativa.
El sistema uruguayo no entra en
esta categoría. Es un sistema semipresidencial,
semiparlamentario, presidencial atenuado o
parlamentario atenuado, según el gusto
clasificatorio de cada quién, lo que da lugar a
largas discusiones metodológicas y terminológicas.
Lo claro, que no es un régimen presidencial clásico
o puro. En ninguno de los dos sentidos. Por un lado
el Poder Ejecutivo es pluripersonal: el presidente
de la República solo puede designar por sí solo al
secretario y prosecretario de la Presidencia de la
República y al director de Planeamiento y
Presupuesto (en la práctica de las dos últimas
administraciones firma por sí solo más cosas, pero
todas estas cosas fácilmente impugnables por
inconstitucionalidad de forma); fuera de ello, todo
los actos de gobierno requieren necesariamente la
firma de al menos un ministro. Además, el órgano
superior del Poder Ejecutivo es el Consejo de
Ministros, órgano plural en que el presidente es uno
en catorce, con un voto igual de los demás, salvo en
caso de empate. Y los ministros deben contar con
respaldo parlamentario. Esta es la segunda
diferencia con un régimen presidencial puro: los
actos de gobierno pueden ser juzgados por el
Parlamento y los ministros censurados por el dictado
de dichos actos.
Fuera de lo formal, la praxis va
en ese mismo sentido. Ningún presidente gobierna con
su sola fuerza. Al menos durante la primera mitad de
su mandato, o durante los tres quintos de su
mandato, busca apoyarse en una mayoría
parlamentaria. Así lo han hecho todos los
presidentes desde que rige esta Constitución,
incluyendo el más autoritario de todos, Jorge
Pacheco Areco, que siempre procuró contar (y contó)
con mayoría parlamentaria. Y también la obtuvieron
Gestido, Bordaberry (en la faceta constitucional),
Sanguinetti en sus dos administraciones (en la
primera en los temas relevantes, en la segunda
mediante coalición explícita), Lacalle, Batlle,
Vázquez y Mujica. Gobernar con una mayoría
parlamentaria requiere de partidos sólidos o de
fracciones sólidas y significa en general poder,
capacidad y habilidad de negociación. Tan solo
Vázquez contó con el poder de imposición sobre la
mayoría parlamentaria, en un muy hábil juego de
lejanía y mutis, y de uso del poder en ocasiones
contadas y decisivas.
Lo que ocurrió entonces es un
gobierno que creyó poder avanzar con el solo poder
presidencial en un tema clave para el líder de una
parte sustantiva del oficialismo y, por tanto, socio
necesario en la conformación de la mayoría
parlamentaria. Y se encontró con que ese líder hizo
sonar su voz y ejerció su poder. Que además es el
poder que tiene quien es visto además como el
posible futuro presidente y, en ese caso, como nuevo
líder absoluto del oficialismo. Entonces, poder
pasado, poder actual y predicción de poder futuro.
Visto así, no es ninguna anomalía
política ni constitucional la ocurrida. Quizás sí
la comprobación de que el gobierno tiene menos poder
del que creía tener, que pudo una vez pasar por
encima de la voluntad del anterior presidente en un
tema en que su prestigio estaba en juego, pero que
no era posible pasar dos veces por encima de esa
voluntad y por dos veces en pocas semanas afectar su
prestigio.
Cabe señalar además que el
momento de mayor poder de un presidente de la
República se da el día de su toma de posesión y en
las horas posteriores. Luego hay una ley inexorable,
que es la misma que afecta a todos los hombres sobre
la tierra: cada día que pasa es un día menos de
vida, cada día que transcurre es un día en que el
presidente tiene una ava parte menos de poder. Y ese
desgaste del poder es mayor si hay a la vista algún
sucesor visto como cierto (será o no cierto, lo
importante es cómo lo ven a quienes ello puede
impactar). Y esto también operó en estos días.