
El Uruguay tiene como asignatura pendiente la
realización de análisis serios, fríos,
desapasionados, con perspectiva histórica, sin
pretensión de juzgar y condenar sobre cómo es que se
caminó hacia la dictadura. La gran pregunta sin
contestar es cómo una sociedad que se veía sí misma
como democrática, liberal, tolerante, moderada y
respetuosa del derecho, del Estado de Derecho y de
los derechos de las personas, pudo caer en la
violencia, la quiebra institucional, la violación
sistemática de los derechos humanos. Cómo esta
sociedad que se percibía a sí misma como dueña de
sus destinos mediante la acción política y el voto,
pudo contener grupos de relativa significación que
concibieron el cambio de las cosas mediante las
armas.
Primero las cosas no se pudieron analizar porque
estaban todavía calientes, con las instituciones
apenas restablecidas. Desde una década y un poquito
más, porque el debate se reavivó en términos
maniqueos. Pero entre que se apagaron los ecos del
primer referéndum sobre la Ley de Caducidad (el del
voto amarillo y el voto verde) hasta los albores de
la Comisión para la Paz, transcurrió un decenio en
que en el país existía de manera dominante el
sosiego necesario para encarar los análisis y los
debates con perspectiva histórica.
El presidente Mujica dice reiteradamente que
habrá que esperar que estén muertos todos los
protagonistas de la época. Sin embargo, hace cinco
años que Italia recordó el cincuentenario del fin de
la guerra civil (incluida la ocupación alemana como
sostén de una de las partes). Y en esos debates de
memoria histórica, se vio con estupefacción el nivel
de virulencia e intolerancia con que encaraban el
debate los hijos de los partisanos y los hijos de
los squadristi. Si se piensa que en Argentina se
pelea hasta físicamente en favor y en contra de Eva
Perón, cuando la gran mayoría no la conoció; o pro o
contra Juan Manuel de Rosas, donde ahí sí no lo
conoció siquiera ningún abuelo de nadie hoy vivo.
Esto demuestra que no basta con que estén muertos
todos los contemporáneos de los hechos, porque los
odios y dolores pueden trasmitirse a los hijos y a
los hijos de los hijos. Hoy aquí comienza a verse
que los hijos de los protagonistas (o de los simples
agonistas) pueden revivir el debate con más
intolerancia aún que los propios agonistas.
Otra cosa son los aportes que revelan una visión
de parte, aunque con finalidad explicativa o
analítica o narrativa. Trasuntan buscar
explicaciones de lo ocurrido, aunque la mayoría de
las exhibidas hasta ahora toman poco en cuenta la
visión opuesta. En el análisis del proceso histórico
cabe distinguir con mucha precisión dos tipos de
causalidad, que suponen dos etapas: Una, la de las
causas profundas que condujeron a la caída de la
poliarquía[1],
el largo proceso que va de la vigencia de una
poliarquía plena hasta la dictadura. Dos, los
sucesos finales en la última etapa de la caída
(durante el quinquenio anterior a la caída), la
actuación de cada uno de los actores políticos,
sociales, comunicacionales, militares. Más allá de
los errores o aciertos de cada uno en ese periodo,
siempre cabe tener presente que lo esencial son las
causas profundas, que es lo que hace a lo
estratégico en términos históricos
Con el riesgo que supone pretender clasificar en
pocas variables las distintas líneas explicatorias
de las causas profundas, pueden enunciarse a mero
título de punto de partidas dos líneas principales,
que en líneas generales se enmarcan en dos posturas
opuestas con cierta relación con la confrontación
bipolar mundial:
Una. La
teoría de que la dictadura es un efecto directo de
la desestabilización desde la izquierda. Esto admite
subvariantes: que es culpabilidad exclusiva de
quienes rompieron el orden político mediante la
acción guerrillera; que es además inclusiva de la
desestabilización sindical y estudiantil provocada
por las corrientes marxistas.
Dos. La
teoría de que se llega a la dictadura por
responsabilidad de una oligarquía que para defender
sus privilegios eligió el camino de reprimir con
violencia la protesta social, y ante la reacción de
las masas, optó por el camino de la supresión de la
institucionalidad y la violenta represión militar
En el medios hay múltiples teorías, múltiples
combinaciones que toman algo o todo de lo uno, algo
o todo de lo otro, o agregan más condimentos. No
parece que se pueda llegar a la explicación de forma
unilateral. Así como -aunque fuese conveniente para
la continuidad social y nacional- resulta muy
simplista e inadmisible la explicación de que el
nazismo fue el producto de nada más que la acción de
un puñado de aventures psicópatas. Un debate en
profundidad exige tomar elementos de larga duración,
interrelacionar elementos diversos y además
contextualizarlos en su respectiva época.
Luego viene el estudio de cómo se comportaron los
actores en los momentos finales, que no pueden
analizarse solo desde la perspectiva del siglo XXI,
sino a partir del momento y de la forma de pensar y
actuar de la época. No hay duda que hay muchas
culpas, muchos hechos que fueron diferentes pasos
hacia la interrupción institucional. Cabe mencionar
varios:
Uno. La
declaratoria del Estado de Guerra Interno violentó
fuera de toda duda el orden constitucional, con
independencia de si el país estaba en el último
minuto para salvar la institucionalidad o cabían
otros recursos íntegramente constitucionales
Dos. La Ley
de Seguridad del Estado, más allá de cuánto tuvo de
constitucional o de inconstitucional, fue sin duda
una ruptura con el sentido básico de la poliarquía
Tres. La
adhesión de vastos sectores políticos y sindicales
de la izquierda a los famosos “Comunicados 4 y 7 de
las Fuerzas Armadas”, de febrero de 1973, y la
apuesta al apoyo a una real o presunta corriente
militar “peruanista”, supuso transitar por un
realismo que no cuajaba tampoco con los valores de
la poliarquía
Cuatro. El
Pacto de Boiso Lanza entre el presidente
constitucional y los comandantes en jefe de las
Fuerzas Armadas (en realidad un pacto con un
comandante legítimo y dos impuestos por los propios
mandos militares), pacto que en sí mismo significó
un golpe de Estado.
A ello cabe sumar el debate sobre si la
existencia por sí de una acción guerrillera es causa
suficiente para el debilitamiento institucional, o
si la guerrilla puede enfrentarse dentro del Estado
de Derecho, como lo hizo Italia con las Brigadas
Rojas o lo hace España con ETA.
Qué hizo y qué no hizo el parlamento y el sistema
político en todo ese periodo es muy largo y
complejo. Lo ocurrido en el verano de 1973, debate
que irrumpió intempestivamente estos días, es una
parte de todo ese debate. Lo curioso es que por
primera vez reaparece, tras casi cuatro décadas, una
acusación -la inacción del Parlamento y de los
partidos políticos en ese verano de 1973- similar a
la usada por Bordaberry padre para justificar su
pacto con los militares y su camino al golpe de
Estado.
[1]
Se prefiere
utilizar el término politológico más exacto
y bien definido de “poliarquía”, que el
término “democracia”, que es más vago y más
indefinido. En líneas generales y con
reservas puede afirmarse que “poliarquía” es
una especie de sinónimo de democracia
liberal