
Conviene repetir que Uruguay tiene como
asignatura pendiente[1]
la realización de análisis serios, fríos,
desapasionados, con perspectiva histórica, sin
pretensión de juzgar y condenar sobre cómo es que se
caminó hacia la dictadura. Una forma de encarar el
tema es al revés, empezar no por cómo se perdió la
fe en la poliarquía[2]
sino comenzar por cómo se construyó la fe en esa
poliarquía. Y para ello conviene en grandes trazos
apuntar a los elementos económicos, sociales y
políticos que conllevaron a esa construcción.
Más o menos en torno al fin de la Guerra de la
Triple Alianza es posible ubicar el gran impulso
para la construcción de una economía moderna,
algunos de cuyos hitos fueron el alambramiento de
los campos y el refinamiento de la ganadería de
carne, el impulso a la ganadería ovina, las
importantes inversiones extranjeras y esencialmente
británicas que se van sucediendo en ferrocarriles,
tranvías, electricidad, saneamiento, potabilización
del agua, conserva de carne, frigoríficos.
Simultáneamente, se dan cambios sustantivos hacia
una sociedad moderna con la reforma y extensión de
la educación, la creación del sindicalismo, a poco
de andar la introducción de una avanzada legislación
social. Paralelamente, como impacto a la vez social
y económico, hay un impulso demográfico, en calidad
y cantidad, constituida por las inmensas olas de
inmigración de origen europeo (mayoritariamente
italiano y español), de familias enteras, en busca
de oportunidades y con fuerte vocación de
radicación, de trabajo y de progreso. Por otro lado
ocurren fuertes impulsos en la modernización de la
sociedad.
Este desarrollo económico y social precede a la
creación del Estado moderno, pero hubiese quedado
trunco de no edificarse ese Estado moderno. Esta
obra se inicia esencialmente en el periodo que va de
1910 hasta 1925. En ese tiempo, ya pacificado el
país, se construye un sofisticado sistema electoral
(Leyes de Doble Voto Simultáneo de 1910, de
Elecciones y Complementaria de Elecciones de 1925),
una también sofisticada ingeniería de
empadronamiento cívico y organización electoral y
otra completa ingeniería institucional (Constitución
de 1918). Es esencial en este proceso primero que
las elites y la sociedad en su conjunto asumen como
una virtud y no como un defecto la existencia de los
partidos políticos (cabe recordar que fueron
sistemáticamente señalados como causas de todos los
males de la República hasta casi las tres cuartas
partes del siglo XIX), a su vez internalizan y
externalizan a la sociedad la convicción de que el
juego electoral debe ser el decisor exclusivo y
excluyente del disenso político. Y como corolario de
ambos elementos, la modernización de los partidos.
Estas casi ininterrumpidas líneas de desarrollo
económico y de prosperidad social coadyuvaron a la
consolidación de la fe en la democracia (entendida
como poliarquía), la fe en las elites políticas y el
valor sacramental del voto y del resultado de las
urnas.
Politólogos, historiadores y economistas
coinciden en señalar el año 1955 como el fin de esa
larga etapa. Antes, en la primera parte de los años
treinta, la crisis mundial golpeó sobre estas playas
y trajo como consecuencia una interrupción en la
prosperidad económica y social, y consecuentemente
una pasajera crisis en lo institucionalidad. Lo
significativo es que el crecimiento económico
volvió, la institucionalidad se restableció en
plenitud y, por encima de todo, retornó la enorme
confianza de la sociedad en vivir en una sociedad
que otorgaba seguridad a sus integrantes y futuro a
sus hijos. Con altos y bajos, con todas las
relatividades, esa sociedad uruguaya de circa 1870 a
1955 fue una sociedad esencialmente pujante,
optimista, a lo cual contribuyó no poco el impacto
de la inmigración europea y asiático-menor
Es en la segunda mitad de los años cincuenta, a
lo largo de los años sesenta y al despuntar los años
setenta del siglo pasado, que el país se transforma.
Lo primero que se observa es la pérdida de brújula
de las elites: la lectura atenta de los escritos y
discursos de la época permiten observar que no se
atina a desentrañas las causas ni a concebir la
magnitud de lo que ocurre. Con algunas excepciones,
que sí expusieron su interpretación y su solución:
Uno, desde un ángulo marxista, atribuir la crisis
uruguaya o al no funcionamiento del capitalismo en
los países subdesarrollados o lisa y llanamente a un
efecto periférico de la inevitable crisis final del
capitalismo mundial y su sustitución por el
socialismo. Dos, desde un ángulo de librecambismo,
concebir esta crisis como la crisis también
inevitable del estado interventor y del welfare
state, y la necesidad de su sustitución por el más
absoluto laissez-faire. Pueden señalarse los
intentos desarrollistas como una búsqueda tentativa
de respuesta a la crisis, aunque puede discutirse si
hubo una precisa formulación de diagnósticos
precisos en términos de causalidad histórica y de
alta viabilidad material y política. Quizás el mayor
despiste de las elites fue -con un mucho de
provincianismo- la atribución de la crisis a una
causa estrictamente institucional (la existencia de
un Poder Ejecutivo pluripersonal, conocido como
”colegiado”) y su superación mediante otra medida
estrictamente institucional (la restauración de una
titularidad unipersonal del Poder Ejecutivo, “el
presidencialismo”) (Dicha causa y solución también
surgieron como respuesta a los efectos en Uruguay de
la crisis mundial de los años treinta). Los
distintos caminos emprendidos quedaron contaminados.
O porque no se sostuvieron en el tiempo, como la
congelación de precios y salarios durante el
pachequismo o quedaron contaminados por errores en
la política cambiaria, como los intentos
desreguladores en el primer gobierno colegiado
blanco y una más profunda desregulación impulsada
durante el régimen militar[3]
Parecería que la conjunción de las variables
desarrollo económico, desarrollo social,
modernización política e institucional y cambio
demográfico fueron determinantes en la generación de
esa alta credibilidad en la democracia. A contrario
sensu, puede pensarse que la afectación de las
mismas variables pueden servir de hipótesis para
explicar lo contrario: la pérdida de credibilidad en
la democracia
[1]
Ver “El debate que el país se debe a
sí mismo”, El Observador, domingo 19 de
setiembre de 2010, del cual el análisis
presente es continuación del anterior de una
serie de siete.
[2]
Se prefiere utilizar el término
politológico más exacto y bien definido de
“poliarquía”, que el término “democracia”,
que es más vago y más indefinido. En líneas
generales y con reservas puede afirmarse que
“poliarquía” es una especie de sinónimo de
democracia liberal
[3]
Los elementos desregulatorios o quedaron o
si no quedaron, iniciaron el camino y fueron
retomados más adelante. Lo que afectó ambas
experiencias como modelo, y dejaron una
visión amarga en amplios sectores del país,
es que los errores en política cambiaria
llevaron en el primer caso a una inflación
galopante y en el segundo a la llamada
“ruptura de La Tablita”