
La relación de los militares con la política
puede analizarse desde distintos ángulos[1].
Uno de ellos es el ángulo del deber ser desde una
concepción democrático liberal y su correlativa
formulación jurídica: los militares tienen prohibida
la intervención en política y además las fuerzas
armadas no tienen intervención alguna en lo interno
del país, sino que su acción se limita a la defensa
de lo exterior. La realidad es
mucho más compleja y exige al menos partir de un
conjunto de datos. El primero de todos, con total
crudeza, es que el origen de las fuerzas armadas es
doble: defender un territorio determinado dentro del
cual alguien ejerce el poder y sostener ese poder,
que no necesariamente implica el sostén de una
persona, una elite o una facción, pero sí el
conjunto de elementos que entramados constituyen el
poder sobre un territorio en lo político, lo
económico y lo social; por tanto, hay una íntima
relación entre política y militares, dado que la
función militar está relacionada con el sostén del
poder interno y externo (o las fuerzas armadas en
tanto tales o los estamentos armados de la
estructura política, modernamente llamada Estado).
Una segunda precisión es que en el caso uruguayo,
durante casi un siglo las fuerzas armadas (en
esencia el ejército dada la escasa dimensión
original de la marina y el surgimiento tardío de la
fuerza área) fue esencialmente un ejército colorado,
y la alta oficialidad fue primero predominantemente
colorado independiente y muy al final del largo
predominio colorado, batllista-luisista (con
referencia a la fracción mayoritaria del batllismo,
la “Lista 15” guiada por Luis Batlle Berres). En
1959 viene un fuerte sacudón y comienza un proceso
de lo que se llamó el “blanqueo” (remoción acelerada
de altos oficiales colorados y promoción también
acelerada de altos oficiales blancos). Un tercer
dato es que hasta cerca de la finalización de los
años cincuenta no había signos significativos de
militarismo, entendido el concepto – al menos en un
uso operacional de análisis- como la doctrina que
otorga a los militares un papel específico, al
margen de los otros elementos de poder, y ser un
papel esencial; de alguna manera, lo que surge de la
expresión spengleriana de que en última instancia
la civilización termina siendo salvada por un
pelotón de soldados.
Cabe precisar que no todo
régimen autoritario es esencialmente militarista,
aunque requiere necesariamente de un apoyo militar
(y también de al menos un mínimo sostén popular). No
actuaron plenamente como militares militaristas las
fuerzas armadas alemanas cuando el ascenso de Hitler
y luego mayoritariamente quedaron encandiladas por
el nazismo (lo que quedó en claro con el fracaso del
atentado contra Hitler). No fue esencialmente
militarista el papel de las fuerzas armadas
italianas, que más bien en parte se fascistizaron y
en parte siguieron siendo monárquicas (lo que
permitió el golpe del 25 de julio de 1943). El
militarismo requiere que se otorgue a los militares
un rol esencial en tanto tales en la definición del
poder. En cambio, fue inequívocamente militarista el
papel de los militares en los años sesenta en Brasil
y Grecia, y en los setenta en Argentina y Chile.
El militarismo es
inicialmente un fenómeno interno de las fuerzas
armadas, pero para su desarrollo requiere de algún
mínimo apoyo externo, ya fuere de sectores de poder
económico, político o social, ya fuere de sectores
de la población. El militarismo despunta y toma
cuerpo cuando hay debilitamiento del orden, o
relativo vacío de poder (lo cual es muy subjetivo
valorarlo) o cuando se considera que ese orden ya no
responde a las necesidades de la mayoría, o de
vastos sectores de la población (aunque no fueren
mayoritarios). En Uruguay despuntan algunos planteos
militaristas a poco de andar los años sesenta
(especialmente a partir de la logia “Tenientes de
Artigas”), avanzan en el último cuarto de los años
sesenta (ya no limitada a esa logia) y se
desencadena en el primer tercio de los setenta.
Previo al militarismo viene
el camino de la búsqueda de soluciones fuertes, de
búsqueda “de orden”, que puede derivar en
militarismo, puede derivar en otros caminos
autoritarios o puede derivar en gobiernos fuertes
sin salirse necesariamente de la formalidad
institucional. El primer de Gaulle fue un producto
de la guerra, pero el segundo de Gaulle fue el
producto de la disfuncionalidad de la Cuarta
República y la descomposición del Imperio Francés
(en primer lugar la guerra de Argelia, tras la
pérdida de Indochina). En el caso uruguayo, los
sectores políticos que carecían de líderes fuertes
comenzaron a buscar quien encarnase autoridad o
fuesen referentes militares (casos de Oscar Gestido
en el coloradismo, Mario Oscar Aguerrondo en el
nacionalismo y Liber Seregni primero considerado
dentro del coloradismo y a la postre proclamado por
la naciente conjunción de izquierda).
Luego viene el protagonismo
militar institucional, mediante la apelación
reiterada y creciente al instituto de excepción de
las Medidas Prontas de Seguridad (1959, 1963, tres
veces en 1965, 1967 y luego prácticamente de corrido
a partir de 1968), más tarde la suspensión de las
garantías individuales (que se reiterará en
múltiples oportunidades en 1972 y 73): Como punto de
inflexión, el otorgamiento a las Fuerzas Armadas de
la conducción de la lucha antisubversiva (setiembre
9 de 1971)[2]
y como otro punto de acentuación de aquella
inflexión la declaratoria del Estado de Guerra
Interno el 15 de abril de 1972. Importa señalar que
esta sucesión de acontecimientos pueden ser
discutidos cada uno de ellos, y seguramente estarán
justificados para unos y lo contrario para otros.
Ese es un tema. Pero el otro tema es que con
absoluta independencia de lo correcto o incorrecto
de cada medida, esa cronología conlleva a unas
fuerzas armadas que son reiteradamente involucradas
en la defensa del orden imperante que se lo ve
amenazado. Y las fuerzas armadas sintieron la
percepción creciente de estar librando una guerra.
Con dos tipos diferentes de valoración interna:
quienes consideraban que la guerra era con quienes
desafiaban el orden constitucional mediante las
armas (tupamaros, OPR-33 y otras organizaciones) y
quienes consideraban que existían dos planos de
acción subversiva: la armada por un lado y por otro
lo que consideraban como plan subversivo comunista a
través de la movilización sindical y estudiantil con
manifestaciones callejeras, paros y huelgas. Pero
además, no hay nada que alimente más el militarismo
que ser las fuerzas armadas desafiadas en su calidad
de estamento armado hegemónico o dominante en un
Estado; porque la guerrilla no solo combate el orden
institucional, sino que disputar el monopolio de la
fuerza a las fuerzas armadas.
Como de Gaulle cuando el hundimiento de la Cuarta
República, un sector significativo de las Fuerzas
Armadas uruguayas sintió que el orden político se
derrumbaba y que ellas constituían la última
reserva. Se conjugaba además una visión dominante en
los medios militares de considerar corruptos a casi
todos los políticos, y además ineficaces,
responsables de la crisis y de no saber impedir el
desorden. Y en algunos sectores militares comenzó
además a sonar la idea de que las injusticias
sociales podían ser corregidas a partir de la acción
de las fuerzas armadas, tomando como espejos a
Egipto y Perú. Más o menos así surgió el militarismo
en Uruguay en los tres cuartos del siglo pasado.
[1]
Ver como antecedentes: “El debate que
el país se debe a sí mismo”, “Las causas de
credibilidad en la democracia”, y “El
descaecimiento de la fe en la democracia”,
El Observador, domingos 19 y 26 de setiembre
y 3 de octubre de 2010. El presente artículo
es el cuarto de una serie de siete
[2]
Muchos analistas y protagonistas
sostienen que Pacheco Areco resistió mucho
tiempo otorgar a las Fuerzas Armadas la
conducción de la lucha antisubversiva,
preocupado por el impulso que ello podría
dar a una solución militarista.