
Democracia es una palabra que desde la
finalización de la segunda guerra mundial tiene una
calificación positiva y excluyente: nadie que se
precie está dispuesto a considerarse
antidemocrático. Consecuentemente, como dejó de ser
una palabra que defina para ser una palabra que
califique, hay tantas definiciones de democracia
como sistemas políticos. Además, dejo de ser un
término restringido a los sistemas políticos, por lo
que la confusión en torno al término es abrumadora,
ya que se habla de democratización de la enseñanza o
de la salud, que nada tienen que ver con la
arquitectura política. Por tanto, para poder avanzar
es necesario decir que a estos efectos
operacionales, sin que implique ninguna definición a
favor o en contra de nada, la palabra democracia se
la usa como sinónimo de poliarquía[1],
que más o menos puede emparentarse con lo que se
define como democracia liberal, tolerante,
pluriideológica y pluripartidaria, basada en
elecciones plenamente competitivas, de libre prédica
y libre selección.
Una poliarquía requiere no solo de elecciones
plenamente competitivas, libres y legítimas, sino
que esas elecciones deben ser socialmente
legitimadas: el cuerpo social debe considerar las
elecciones (en sentido amplio) como el método único,
exclusivo y excluyente, para designar las
autoridades, tomar las decisiones fundamentales del
Estado y dirimir el disenso político. Elecciones en
sentido amplio quiere decir elecciones propiamente
dichas (es decir, procesos votacionales en los
cuales se eligen autoridades) o actos de democracia
directa, los actos plebisicitario-referendarios.
La legitimación de los actos electorales es
consecuencia en primer lugar de la actitud ante el
resultado electoral de los actores electorales y de
la sociedad toda, especialmente de los actores y
electores que resulten o se consideren perdidosos.
La aceptación del resultado en forma natural y
obvia, sin dudas ni resentimientos, es esencial para
la legitimación del acto electoral. Un segundo paso
también esencial es que quienes resultan perdidosos
o se consideran tales, no busquen caminos ajenos a
las urnas para revertir los efectos del resultado.
Esto es así de sencillo. Y finalmente, que esos
niveles de aceptación se mantengan en el tiempo,
durante bastante tiempo, como para penetrar al
interior de los espíritus de los ciudadanos y, en
forma más definitiva, cuando esa internalización es
trasmitida de una generación a otra.
Un país es esencialmente poliárquico cuando los
conceptos mencionados son de pacífica aceptación por
el grueso del cuerpo social a lo largo de las
generaciones, y lo es más aún cuando algún que otro
apartamiento de las formas o la sustancia de la
poliarquía son considerados como patologías, como
momentos o tiempos patológicos. Conviene recordar a
Nguyen-Huu Dong, un vietnamita
alto oficial electoral de Naciones Unidas, cuando
tras presenciar un baño de sangre desatado por el
perdedor en las elecciones de Timor Oriental, habló
de la importancia de cuando el voto se transforma en
una banalidad. Es que el voto como algo banal y
ordinario es la plena demostración de una poliarquía
consolidada e internalizada en el espíritu de una
sociedad.
La República Oriental reúne
todas las condiciones de una poliarquía plena. En la
última centuria, las tres interrupciones habidas al
proceso regular institucional han sido vistas como
patologías hasta por sus propios actores, no como
modelos a imponer. Todos los actos electorales de
este largo periodo han obtenido la plena aceptación
de todos, en primer lugar de los derrotados; las
escasas excepciones tienen que ver o con procesos
ocurridos durante una disminución de la calidad
institucional (en 1938, no por el acto electoral en
sí, sino por la forma de adjudicar los cargos) o
cuando ya el país se encontraba en proceso de
deterioro institucional camino a la interrupción de
la poliarquía (como la polémica en torno a los
comicios de 1971). Los resultados de todas las
elecciones, plebiscitos y referendos tuvieron plena
y pacífica aceptación[2].
Cabe resaltar dos derrotas históricas del gobierno
que tuvieron como respuesta la plena aceptación del
resultado en todo sentido, en actos de democracia
directa, en particular en no insistir por el camino
rechazado por la ciudadanía: en 1992, administración
Lacalle, Ley de Empresas Públicas; en 2003,
administración Batlle, Ley de Asociación de Ancap.
También la pacífica aceptación de los recambios
históricos de partidos, como el acceso al gobierno
del Partido Nacional en 1958 o del Frente Amplio en
2004. Por eso es tan importante para el
mantenimiento de una democracia consolidada, en el
sentido de poliarquía, que quienes se sienten
derrotados en un acto electoral - sea eleccionario,
referendario o plebiscitario- acepten ese resultado,
no solo con las palabras, sino con los hechos, es
decir, no busquen otras vías diferentes para tratar
de imponer lo que el cuerpo electoral dijo que no.
La democracia liberal, la
poliarquía, es incompatible con el fundamentalismo
religioso, de religiones religiosas, religiones
ideológicas o religiones políticas. Porque la
democracia es la confrontación de ideas diferentes y
hasta opuestas, la contraposición de verdades
excluyentes. Donde quien gana impone la decisión en
base a su verdad, sin que ello suponga que convenza
al otro. Y quien pierde debe saber que su verdad
será siendo la suya, pero que no ha sido compartida
por la mayoría de esa sociedad y por tanto, a su
pesar, debe acatar que prime la verdad opuesta.
El fundamentalismo
religioso, en particular de la religiosidad
política, no puede aceptar un veredicto democrático,
porque si algo es verdad y lo demás no es verdad, no
hay matemática alguna que lo transforme en verdad.
Como dijo Borges irónicamente, la democracia es un
abuso de la estadística. Lo que tiene la democracia
es la aceptación de ese abuso: que una mayoría
imponga la decisión, aunque la minoría considere que
está en el error.
No hay democracia alguna que
sobreviva a los embates de los fundamentalismos
cuando estos crecen en una sociedad. Porque para el
fundamentalismo, cuando el pueblo está equivocado,
debe predominar la sabiduría de los menos a la
decisión de los más[3].
[1]
Ver “La Poliarquía”, de Robert Dahl
[2]
Podría agregarse, como algo previo a actos
electorales, la polémica habida en torno a
la validación de firmas para la convocatoria
a referendo de la Ley de Caducidad
[3]
Segunda nota de una mini-serie