No hay derecho sin
coercibilidad, es decir, sin la posibilidad del uso
de la fuerza. Porque si no existe esa posibilidad,
no hay derecho sino moral, no hay normas jurídicas
(bilaterales, imperativas) sino normas morales
(unilaterales, voluntarias). Por tanto, el requisito
previo e indispensable para que exista derecho es
que haya capacidad de imponerlo. La evolución de los
derechos humanos en el mundo marca un largo proceso
de normas morales hacia la tentativa de
transformarlas en normas jurídicas.
Se pueden observar tres
grandes hitos, al menos en lo que se denomina la
Edad Contemporánea: la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano al socaire de la
Revolución Francesa, la Declaración de los Derechos
Humanos de la Organización de las Naciones Unidas
como efecto de la Segunda Guerra Mundial (y de sus
etapas previas) y la ola que se inicia en torno a
los años ochenta del Siglo XX y aún continúa, tras
el fin de las dictaduras en el Cono Sur de
Sudamérica, en la Europa mediterránea,
posteriormente la implosión del mundo europeo bajo
el denominado Socialismo Real y particularmente la
implosión de la antigua Yugoslavia, a lo que cabe
sumar otras experiencias africanas, americanas y
asiáticas. De esta última oleada es el surgimiento
de nuevos tratados internacionales y la creación de
cortes permanentes internacionales (globales o
regionales). Esencialmente, las declaraciones y los
tratados tienen más de norma moral que de norma
jurídica, y se convierten en derecho real, es decir,
en condiciones de ser aplicado si es necesario por
la fuerza, cuando hay condiciones para ello, y
cuando no quedan en el plano declarativo.
Para analizar la relación
entre valores humanos y aplicación del derecho, es
necesario analizar cuándo se pueden juzgar las
violaciones graves o masivas: es cuando desaparece
la situación de poder que permitió esas violaciones.
No hay forma alguna de aplicar en realidad el
derecho cuando el violador de los derechos humanos
está en la plenitud del poder. Lo que puede haber
son declaraciones o presuntas sentencias con valor
declarativo y no fáctico. Por ejemplo ¿en qué ha
quedado la captura de Gaddafi por parte de Interpol
o su acusación ante el Tribunal Penal Internacional?
En nada, mientras el coronel siga al frente de Libia
y con tropas que lo respalden. En lugar de una
captura lo que hay son negociaciones encabezadas por
la Organización de la Unidad Africana. El pedido de
captura y el proceso del Tribunal Internacional son
por ahora actos declarativos.
Cuando en un país se sale de
un régimen de fuerza, se sale de tres maneras:
por salida otorgada
(porque los titulares del poder llegaron a
considerar preferibles las ventajas de irse antes
que los riesgos de quedarse, como en España), por
pacto (como Uruguay) o por rendición (Grecia). Si
hay salida otorgada o pacto, es ingenuo pensar en
tribunales, penas, inamnistiabilidad o
imperdonabilidad. Que vaya un conjunto de jueces de
decirle a alguien que cuenta con soldados, fusiles y
tanques que entregue el poder voluntariamente y se
presente a responder por sus delitos de lesa
humanidad. Lo puede hacer si los jueces van
acompañados de bombarderos, misiles y obuses;
entonces, no van a convencerlo sino a derrotarlo.
Quién logra un acuerdo de salida, de transición, si
al que tiene que salir le dice: firme el acuerdo,
brindamos y a la salida lo están esperando para
ahorcarlo. Le pasó al mariscal Keitel y al coronel
general Jodl, pero no fueron a firmar un pacto, sino
una rendición incondicional por parte de una
Alemania derrotada y diezmada.
Como escribió el conocido
politólogo italiano Angelo Panebianco, hay
situaciones que lo que sirve es un salvoconducto y
no un tribunal. La amnistiabilidad como sustituto
del pacto o del abandono voluntario es sinónimo de
lucha in extremis, de prolongación ad infinitum de
la violencia y de infinito derramamiento de sangre.
Como se sabe, en las instancias finales de una
guerra o de un régimen, si el perdidoso pretende
estirar su sobrevivencia, es cuando se producen los
momentos más cruentos, es cuando se derrama más
sangre y se cometen mayores tropelías. Una corriente
en boga de derechos humanos considera que no puede
haber amnistía, indulto, gracia, perdón, aplicación
del nulla pene sina legge, ni del non bis in idem,
de la no retroactividad de la ley penal más benigna
para el acusado, de la prescripción. Entonces surge
la paradoja que la defensa extrema de los derechos
humanos conduce ineluctablemente a la mayor cuota de
violencia, muertes, torturas y todo lo que un
régimen en peligro está dispuesto a hacer para
mantenerse.
¿Cuál es la realidad? La
realidad es que el derecho se aplica a los
derrotados. No hay mayor ejemplo cuando al final de
la segunda guerra mundial un almirante japonés fue
ahorcado por crímenes de guerra por realizar los
mismos actos bélicos que un almirante
norteamericano, el cual no solo no fue ahorcado,
sino condecorado (el almirante norteamericano tuvo
el gesto de comparecer en la defensa del japonés y
alegar: yo hice lo mismo). El derecho penal
internacional no se aplica a los grandes países, o
porque no suscriben los tratados o porque no hay
quien se los haga cumplir. Tampoco se aplica a los
vencedores sino a los vencidos. El jefe serbiobosnio
Radovan Karadžić o el
jefe de Estado serbio
Slobodan Milošević fueron juzgados esencialmente por
haber sido derrotados, además de haber cometido
graves violaciones a los derechos humanos, pero no
solo por haber cometido las violaciones, porque si
no hubiesen sido derrotados, nadie los hubiese
podido o querido juzgar. Y además de los vencidos,
se aplica a los países pequeños y débiles.