Política,
elecciones y corrupción
Oscar
A. Bottinelli
El tema de la corrupción se ha
instalado en la política uruguaya y en la
campaña electoral y constituye uno de los
ítems de la agenda electoral, lo que Budge y
Farley llamarían puntos conflictivos, es
decir, de estos asuntos que influyen en la
decisión del voto; por tanto, todo hecho,
natural o provocado, puede incidir o contribuir a
incidir en la opción electoral del
ciudadano. Todo ello en un contexto caracterizado
por: a) disminución del prestigio o de la
credibilidad de los actores políticos,
seguramente en uno de los niveles más bajos
de la vida moderna del país (aunque es
difícil saber si es mayor o menor que los
bajo niveles de credibilidad o prestigio que se
infiere hubo en el decenio previo al quiebre
institucional); b) percepción por parte de
la población que la corrupción es un
fenómeno fuerte y creciente, aunque menor
que en los países vecinos.
Debe añadirse que en la opinión
pública existen parámetros confusos
sobre qué se entiende por corrupción.
En los extremos: para uno corrupción es solo
cuando alguien perciba dinero directamente a cambio
de un acto público (vulgo: coima); para
otros, corrupción implica sueldos altos, uso
de autos oficiales y hasta el uso de la
fotocopiadora estatal para fotocopiar un documento
privado. Y para un sector nada menor de la
opinión pública, los sueldos de los
legisladores o de los directores de entes son
escandalosamente altos, pese a que se sitúan
por debajo de la tercera parte de lo que percibe
promedialmente el gerente general de un empresa de
primera línea.
Otro elemento que debe agregarse es
cuándo opera la credibilidad de algunos
ataques (o denuncias) contra dirigentes
políticos. Parece ser que hay formas o
momentos que debilitan la credibilidad. En cuanto
al tiempo, cuanto más lejos se está
de elecciones, más credibilidad pueden
revestir las acusaciones; cuanto más cerca
se está de los comicios, baja la
credibilidad de las denncias. En cuanto a la forma,
si se producen de manera cuidadosa precisa, en
cierto sentida con el cuidado de una
acusación judicial, la credibilidad aumenta;
si en cambio es en medio de una ristra de
denuncias, unas con ciertos elementos, otras
más dudodas, y otras francamente de nula
credibilidad, el conjunto acusatorio comienza a
debilitarse, aún la parte más prolija
de las acusaciones. Por otro lado, la gente tiende
a percibir la veracidad de la existencia de
corrupción, cuando puede materializ la idea
en un mejoramiento económico del acusado en
alguna cosa tangible, visible y traducible
moneriamente para todos: or ejemplo, la
adquisición de una vivienda de mayor costo
que la que tuvo anteriormente, o inclusive, algo
hoy tan frecuente como el cambio de
automóvil. Un ingrediente más es la
actuación del Poder Judicial al respecto.
Las percepciones de la opinión
pública son variadas en cuanto a formarse un
juicio definitivo sobre la culpabiliad: en unos
casos basta la mera denuncia, sin actuación
judicial alguna; en otros la existencia de un
dictámen fiscal, en otros el procesamiento,
y rara avis es el que espera al fallo definitivo.
Todo esto lleva, a nuestro juicio, que la
opinión de la gente sobre el tema en general
y sobre los actores en particular, acusados,
acusadores y acusados-acusadores, resulte de
combinar elementos de credibilidad e impactos
dispares como los señalados, que juegan
muchas veces en sentidos opuestos.
Y también parece que de aquí en
adelante el tiempo electoral está lo
suficientemente adelantado como para pensar que
cualquier nuevo ingrediente sobre este tema
sólo sirva para reforzar las opiniones ya
existentes, a favor o en contra, sin que afecten
mayormente esos juicios ya formados.
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