América:
entre democracias y otras cracias
Oscar
A. Bottinelli
Cuando el quinto centenario de la llegada de
Colón a América se puso en boga un
concepto: "por primera vez en toda América
hay regímenes democráticos, con la
sola excepción de Cuba". La frase, como toda
oración altisonante, pecaba entonces de un
poco de exageración, otra pizca de optimismo
y una buena dosis de ideologismo triunfalista en
términos de guerra fría. El primer
problema que surge es cómo se define una
palabra tan llevada y traída como
democracia. La frase altisonante parece que reduce
el concepto de democracia a exigencias bastante
mínimas y parciales; parece que la
definición sería: hay democracia
cuando en un país el gobierno resulta
más o menos elegido en unas votaciones, con
padrones que pueden ser algo confiables, en que
participan algunos partidos y en que hay
algún tipo de libertad o de competencia. Y
todo ello juzgado con bastante indulgencia, como
quien dice, entre mano y mano de truco. El
politólogo Robert Dahl, quien prefiere
hablar de poliarquía y no de democracia, en
su célebre obra titulada precisamente "La
poliarquía", establece exigencias mucho
más fuertes en materia de libertades,
derechos, garantías y competencias, tanto
para el acceso a la cosa pública, como
durante el ejercicio del poder. Dahl es tan
exigente que en una tabla confeccionada en 1969
sólo reconoce veintiséis
poliarquías plenas en todo el mundo,
pequeño círculo al que en
América pertenecían Canadá,
Costa Rica, Jamaica, Trinidad-Tobago y Uruguay, y
al que no pertenecían por diversas Chile y
Estados Unidos (por diversas restricciones al voto)
(en la exigente clasificación de Dahl
tampoco ingresaba Suiza, por su exclusión de
las mujeres en la participación
electoral).
El otro elemento de confusión es que
con el tiempo cambian las técnicas de golpe
de Estado, o para decirlo más exactamente,
los métodos para cambiar la titularidad del
gobierno o el contexto de poder en forma no
admitida por el derecho público interno y
por los requisitos que pudieren considerarse como
esenciales a una poliarquía o a una
democracia. En las últimas décadas se
asimiló golpe de Estado al derrocamiento del
presidente de la República o del gobierno
por parte de las Fuerzas Armadas, y en una
visión un poco más amplia, a la
disolución del Parlamento o Congreso por
métodos no admitidos por la
constitución nacional. Además de
estos golpes clásicos, que cuentan con sus
miles de años, la historia reconoce otros
tipos de golpe de Estado, siendo dos de los
preferidos el asesinato del poderoso (durante
varios siglos el gusto se inclinó por el
envenenamiento) o la declaración
médica de insanía (como
ocurrió por ejemplo con Luis de Baviera,
víctima de un golpe de Palacio); a lo que
hay que añadir más modernamente un
refinamiento jurídico mayor: la
deposición presidencial por el Parlamento,
cuyo origen puede ubicarse en el fracaso intento en
Estados Unidos de deponer al presidente Andrew
Johnson. Pero el fin del milenio ha potenciado el
refinamiento golpístico. Para concentrarnos
en Sudamérica, en esta década
observamos el empleo de algunos mecanismos formales
propios de un régimen constitucional
democrático, para crear situaciones de
cambio en las reglas de juego, técnicamente
pues, algo así como golpes de Estado. Uno de
esos mecanismos lleva tres casos en estos diez
años: destitución presidencial por el
Congreso con una finalidad específicamente
política y sin que en general se den los
requisitos sustanciales para el juicio
político: así se operó la
destitución de Carlos Andrés
Pérez en Venezuela, Bucaram en Ecuador y
recientemente Cubas en Paraguay (destitución
o renuncia forzada es una distinción de
preciosismo formal). Otros métodos suponen
elecciones de por medio, con arrasamiento del
sistema existente de partidos, la
conformación de partidos oficiales y una
apelación a formas de democracia
plebiscitaria; por allí ha transitado
Fujimori y más o menos, con algunas formas
diferentes, lo empieza a hacer Hugo Cháves.
Uno no puede ponerse demasiado exigente, porque ya
la realidad se complica con un Chile que no termina
de hacer su transición plena, Argentina
donde son muy elásticos los límites
de la Constitución y las atribuciones del
Poder Ejecutivo, un Ecuador jaqueado entre
estallidos militares y estridencias militares. Si
al menos como definición de trabajo
entendemos por democracia los conceptos de
poliarquía o las definiciones más
exigentes que emanan del liberalismo
político, el balance para la región
sudamericana no es demasiado halagüeño,
y está a una distancia considerable de las
entusiastas frases de comienzos de la
década.
|