23 Ago. 2015

Del éxito de un paro y otras yerbas

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Con las huelgas y los paros cabe aplicar la misma lógica. El objeto de los paros -Perogrullo dixit- es paralizar. El resultado de un paro se mide cuantitativamente en dos opciones excluyentes: de un lado los que no fueron a trabajar; del otro los que fueron a trabajar. Corresponde en cambio eliminar del conjunto a los que están en el momento del paro por fuera del colectivo trabajador activo: los con licencia, los con enfermedad comprobada y certificada...

Un paro, una huelga, es un hecho objetivo, cuyo resultado se mide en función de datos objetivos y fríos, en principio cuantitativos. Lo mismo sucede con el voto. A los efectos de este análisis, paros y votos son elementos de la misma categoría. La decisión de voto es un procedimiento harto complejo, muy profundo, sobre el cual muchas veces el propio individuo no es capaz de racionalizar los motivos que lo llevaron a esa decisión. En la misma influyen desde factores de proyección con el objeto del voto (el partido o el candidato es lo que el votante es, o es lo que el votante quiere ser), factores sociales (case social de pertenencia, relacionamiento a nivel de familia, vecindario, amistades, entorno laboral o estudiantil ), influye la relación del elector con el partido en cuanto a la existencia o no de un sentimiento firme de pertenencia.

También la decisión de voto es un procedimiento que se realiza en tiempos sustancialmente diferentes entre los diversos individuos que componen el colectivo electoral. A este respecto cabe señalar la existencia de una gran mayoría, abrumadora mayoría, que en cuanto a partidos ya tienen decidido el voto para las elecciones de 2019 y con cierta certeza también para las de 2024 y siguientes. Son lo que tienen un relación de pertenencia con el partido. Son no los que votan a, sino los que son de: “soy frenteamplista”, “soy blanco”, “soy colorado”. En el otro extremo está esa más o menos décima parte del electorado, quizás un poco más, que deciden en la última semana, o en plena veda electoral, o el mismo domingo, o en el cuarto secreto. Y está finalmente el que duda hasta el último instante, coloca la hoja de votación en el sobre, introduce el sobre en la urna, y concluido el acto propio votacional queda oprimido por la duda de si votó bien o ya está arrepentido de ese voto, que todavía ni siquiera ha sido contabilizado. Pero hay algo en común entre el voto de hierro y el voto altamente dubitativo y al borde del arrepentimiento: todos se cuentan de la misma manera y todos valen igual.

No se mide la legitimidad de un gobierno, de un parlamento o de un resultado plebiscitario-referendario por el nivel de firmeza o debilidad del voto. Se mide por los números fríos y crudos. Cuando fracasó el plebiscito por la anulación de la Ley de Caducidad, un legislador intentó deslegitimar el resultado con el razonamiento de que no se sabe qué quisieron los que no votaron el “Si”. Bueno, esa pregunta era ociosa, porque esa pregunta puede llevar a sostener que tiene más derecho a gobernar una minoría convencida que una mayoría dudosa. Es que el voto, la democracia basada en el voto, es como decía Jorge Luis Borges, un abuso de la estadística. O dicho de manera rigurosa, es exclusivamente estadístico y no vale nada más que el cómputo frio de los números. En el caso de marras, de la suma de los votos por Sí y la suma de los no votos por Sí.

Con las huelgas y los paros cabe aplicar la misma lógica. El objeto de los paros -Perogrullo dixit- es paralizar. El resultado de un paro se mide cuantitativamente en dos opciones excluyentes: de un lado los que no fueron a trabajar; del otro los que fueron a trabajar. Corresponde en cambio eliminar del conjunto a los que están en el momento del paro por fuera del colectivo trabajador activo: los con licencia, los con enfermedad comprobada y certificada. De los demás, las razones para hacer un paro pueden ser múltiples: adhesión a todas y cada una de las reivindicaciones; adhesión a las decisiones sindicales con independencia de compartir o no las reivindicaciones (disciplina o adhesión sindical), la sanción social que implica el mote de “carnero”, el preferir un día de descanso, el tener dificultades reales de locomoción, o el pretextar dificultades de locomoción. A la inversa también hay un abanico para ir a trabajar: el miedo a represalias de la empresa en un futuro (por ejemplo, comprometer ascensos), el perder el afecto o el favor de los patronos, el no querer quedar catalogado de militantista irracional, el no compartir las reivindicaciones, el tener un gran desafecto por los sindicatos. Pero, al igual que el voto, el resultado del paro se mide en términos binarios y estadísticos: qué cantidad y qué porcentaje de gente fue a trabajar, qué cantidad y qué porcentaje de gente no fue a trabajar.

Estudiar las motivaciones de lo actuado es tan importante en el voto como en un paro, pero no para legitimar o deslegitimar un resultado, sino para analizar fortalezas y debilidades que pueden impactar en el futuro: fortalecimiento o debilitamiento de la adhesión a un partido o a una candidatura, fortalecimiento o pérdida de convocatoria de un sindicato o el conjunto del movimiento sindical.

Analizado así, el paro general del 6 de agosto fue un éxito clamoroso. Dicho esto, cabe una reflexión: no debe extraerse como consecuencia que el gran éxito de un paro tiene que ver con el prestigio de los sindicatos o de la dirigencia sindical. Eso se mide de otra manera y los resultados pueden ser muy matizados. No hay correlación directa entre lo uno y lo otro, entre el éxito de convocatoria y la buena o mala imagen de la dirigencia sindical, como no siempre hay relación directa entre el voto al conjunto de los partidos y la confianza en las dirigencias políticas. Y lo más importante: contra lo que han creído en estos días muchos dirigentes sindicales, el éxito de un paro no crea un fuero penal especial para los sindicalistas, ni les concede impunidad, ni debe amedrentar a jueces y fiscales. Si un sindicalista es cómplice de tortura, no hay razón alguna para que no se le procese. Un torturador o co-torturador lo es tal, con independencia de que sea militar o sindicalista, porque no hay torturadores buenos y torturadores malos, ni vale proteger a los torturadores propios y castigar a los torturadores ajenos.