El Observador
Cuando se tratan temas sensibles aflora la pasión y cuando aflora la pasión no hay lugar para los razonamientos académicos ni tolerancia con el lenguaje cuando se dice lo que no gusta oír. Generalmente estos temas aparecen en forma de dilemas de hierro, esos dilemas duros, rígidos, en que hay que optar entre dos cosas igualmente queridas o igualmente rechazadas.
Hay varios temas en juego en este momento: “¿Vd. está de acuerdo en respetar lo que el pueblo decide” Sí. “¿Vd. está de acuerdo en juzgar a los violadores de los derechos humanos?” Sí. Entonces el dilema de hierro es que no caben los dos sí, o se elige lo uno o se elige lo otro. Es así de sencillo. Y por tanto, es así de duro. El tema es que, para bien o para mal, el pueblo decidió dos veces no hacer lugar a esos juzgamientos.
Entonces viene el juego de las palabras. El pueblo lo que decidió fue la impunidad. Y eso es así. Toda forma de amnistía, indulto, gracia, perdón o caducidad de la pretensión punitiva es no juzgar ni penar, y eso literalmente se llama impunidad. No hay otra palabra. A nadie le gusta que digan que optó por la impunidad. ¿Por qué lo hizo? Por varias razones. En el primer momento (1989), porque la mayoría creyó que con eso lograba la paz o consolidaban la democracia; desde ese punto de vista fue una opción por la paz y la consolidación democrática al precio de la impunidad. Del otro lado se pensó que ni la paz ni la democracia estaba en peligro y que no se consolidaba ni la paz ni la democracia mientras subsistiese la impunidad. Entre esas dos opciones, el pueblo eligió convalidar la caducidad. En un segundo momento, 20 años después, la gente optó por la apuesta del sudafricano Mandela y del checo Vácav Havel; en palabras de éste: “no hay que permitir que la historia nos impida construir el futuro”.
Ahora bien, la democracia –en un régimen democrático con institutos de democracia directa- exige el respeto a los pronunciamientos populares emitidos acorde a los procedimientos pre-establecidos para ello. Si no se respetan los pronunciamientos populares, la democracia se afecta, descaece, queda cuestionada. Un fundamento esencial de la democracia es el respeto a las reglas y procedimientos democráticos y en particular a las decisiones y pronunciamientos populares, del soberano. En una democracia plena no hay nadie que pueda decirle al soberano –si éste actúa dentro de las reglas- “esto no se hace”, porque entonces deja de ser un soberano. Esto es así.
Hay regímenes en que los pronunciamientos populares están expresamente limitados. En algunos regímenes islámicos –caso de Irán- la democracia está limitada a la ley islámica, interpretada por una máxima autoridad religiosa. En el viejo socialismo real, los pronunciamientos populares quedaban limitados por el Partido Comunista en su papel de guía de la sociedad. A esto se llama democracia tutelada, condicionada o guiada. Ocurre que la palabra tutelada no gusta, como no gusta que a la amnistía se le diga impunidad.
El tema se mezcla con otro muy usado en estos días: la prevalencia del derecho natural sobre el derecho positivo. Al respecto hay que tener cuidado de no entrar en confusiones. Lo bueno del inglés es que en el lenguaje distingue el derecho como facultad (right) del derecho como norma (law). Una cosa es la relación del derecho natural (en tanto facultad) con el derecho positivo (en cuanto facultad) y otra cosa es el ordenamiento jurídico formal. Hay dos cosas fundamentales en un estado de derecho para que el derecho funcione: organización (autoridades) y procedimientos. En un estado de derecho los derechos se consagran, se ejercen, se cumplen, se reclaman, mediante procedimientos específicos (donde hay formas y plazos) y hay autoridades que determinan cuándo, quiénes y cómo ejercen ese derecho, o reciben esa prohibición.
Entonces, así se llega al meollo del asunto. Tiene que haber alguien en algún lugar que por un procedimiento determinado establezca cómo se ejerce el derecho, los derechos. Si no hay alguien pre-establecido y respetado o con coercibilidad para lograr ser respetado, entonces el quién, el cómo y el cuándo lo va a determinar necesariamente el más fuerte. En el derecho uruguayo hay normas y procedimientos para formar la ley, aplicarla y verificar su constitucionalidad
Lo que se plantea es primero si lo que está en juego es o no un derecho natural, porque no se discute el respetar los derechos humanos sino el juzgar a quienes en el pasado no lo respetaron (por lo que se ha escrito en estos días, están las dos tesis). En la tesis de que es un derecho natural, lo que está en juego es si el derecho natural prevalece per se sobre la decisión ciudadana o la decisión ciudadana es la que interpreta el derecho natural. Pero entonces viene la cuestión esencial al estado de derecho: quién es el que tiene la autoridad y con qué procedimiento, primero para considerar que lo que está en juego es un derecho natural, segundo para considerar que ese derecho natural está por encima de la decisión de la ciudadanía y tercero para invalidar esa decisión. Esto es lo que está en juego.
Lo que ocurre ahora es que el que se atribuye esa facultad es el Parlamento (su mayoría), el cual fue elegido en el mismo acto, en el mismo instante, en el mismo sobre de votación en que esa ciudadanía votó lo que votó en materia de caducidad. El dilema es: esos legisladores tienen un poder emanado de esa ciudadanía; apenas recibido ese poder ¿tienen la facultad de enmendar lo que en el mismo acto la ciudadanía por sí sola decidió? Esto es lo que está en juego. Nadie ha cuestionado una limitación a la decisión de la ciudadanía: la potestad de la Suprema Corte de Justicia de declarar la inconstitucionalidad parcial de la Ley de Caducidad. No lo han cuestionado ni los tirios ni los troyanos. Porque nadie cuestiona sus potestades de contrapeso, ejercidas con los procedimientos y límites que marca la Constitución.
También en estos días se ha hecho referencia a las llamadas -por algunos- “democracias plebiscitarias”, que en esencia son dictaduras plebiscitarias. El caso más claro desde el punto de vista sustantivo y formal es el del franquismo. En las dictaduras plebiscitarias es el titular del poder el que recurre al plebiscito para convalidar sus actos sin contrapesos y sin mediación de representación alguna. En el caso uruguayo respetar lo que el pueblo decida ¿podría significar caminar hacia una “dictadura plebiscitaria” o una “dictadura de la mayoría”?. En principio, ocurre a la inversa del franquismo: el poder (entendido como gobierno o mayoría legislativa) impuso una decisión (la caducidad) y fue un sector de la ciudadanía -originalmente en la oposición- que contestó esa decisión y recurrió a la decisión referendaria para oponerse. La ciudadanía actuó como decisor en última instancia, en una suerte de arbitraje, y se inclinó –para bien o para mal, que eso es cuestión de valores y valoraciones de cada quien- por refrendar lo actuado por la mayoría legislativa. Fue llamado por la oposición, no por el poder; fue un recurso contra el poder. Veinte años después las mismas corrientes políticas y sociales promovieron una segunda consulta popular, no para imponer una “dictadura plebiscitaria” sino para recurrir a una nueva decisión plebiscitaria que voltease la decisión ciudadana anterior. Y la gente –para bien o para mal- no convalidó derribar la norma. En los cinco años anteriores estos mismos sectores no estimaron pertinente erradicar la Ley de Caducidad por vía parlamentaria.
El tema es que la tesis de la prevalencia del derecho natural o la preeminencia del Parlamento sobre la ciudadanía o los miedos a la dictadura de la mayoría aparecen a posteriori de una derrota ciudadana, no antes. Esto es lo que coadyuva al descaecimiento de los valores democráticos. No se puede invocar “que el pueblo decida” solo cuando decide lo que uno quiere y advertir del riesgo de las dictaduras de la mayoría cuando uno pierde. La gente además cree[1] en una proporción de 70 a 25 que debe respetarse la decisión ciudadana, y lo creen los frenteamplistas en una relación de 57 a 37.