El Observador
Quizás el último debate nacional abiertamente planteado sobre el entrecruce de religión y política ocurrió al declararse monumento histórico la Cruz bajo la cual el papa Juan Pablo II ofreció la misa en su primera visita a Montevideo. Un debate que dividió al Parlamento en dos mitades, y que se aprobó mediante la abstención de varios legisladores. Antes, el país vivió las formidables disputas sobre Estado y religión que arrancan a mediados de los años de 1850, duran alrededor de una centura y tiene su epicentro en las dos primeras décadas del siglo XX. El tema voilvió a aparecer, de manera subyacente, con la discusión de las diferentes iniciativas sobre la liberalización del aborto.
Quizás el último debate nacional abiertamente planteado sobre el entrecruce de religión y política ocurrió al declararse monumento histórico la Cruz bajo la cual el papa Juan Pablo II ofreció la misa en su primera visita a Montevideo. Un debate que dividió al Parlamento en dos mitades, y que se aprobó mediante la abstención de varios legisladores. Antes, el país vivió las formidables disputas sobre Estado y religión que arrancan a mediados de los años de 1850, duran alrededor de una centura y tiene su epicentro en las dos primeras décadas del siglo XXi. El tema voilvió a aparecer, de manera subyacente, con la discusión de las diferentes iniciativas sobre la liberalización del aborto.
El único partido explícitamente religioso lo fue la Unión Cívica del Uruguay, fundada en 1905, concebido como partido de nicho para la defensa de los valores del catolicismo en momentos de una tempestad laica y -según las palabras de Rodó- jacobina. Sin embargo, la religión aparece como un clivaje no explícito. En la colectividad blanca fue muy clara la predominancia católica en el herrerismo y la liberal en el nacionalismo independiente. Pero un hecho singular ocurre en 1954 cuando se divide cada una de las dos corrientes blancas; la división del herrerismo y la del Partido Nacional Independiente, con la excepción de algunas personalidades en cada campo, corta de manera casi perfecta la divisoria entre católicos y liberales. Así quedaron en el herrerismo de un lado los seguidores de Luis Alberto de Herrera y del otro los de Daniel Fernández Crespo, y en el nacionalismo independiente de un lado los partidarios de la Reconstrucción Blanca y del otro los que continuaron independientes. En cada caso, católicos los primeros, liberales los últimos. Sin embargo, pese a lo nítido de la divisoria según visión religiosa, no puede rastrearse una sola línea explícita sobre el tema religioso en el debate interno de ambas fracciones. Sin duda un tema paradigmático es la preeminencia liberal y en determinados momentos anti religiosa en el batllismo, así como la hegemonía del ateísmo en las corrientes de izquierda (socialismo, comunismo, anarquismo). Hoy por hoy el Partido Nacional es un partido donde el peso del catolicismo es explícito, al punto de integrar como observador la Organización Demócrata Cristiana de América.
En los años sesenta explota una relación entre religión y política. Por un lado, al calor de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín y de la Teología de la Liberación. Surgen así los curas obreros, movimientos políticos sociales como las “comunidades cristianas”, grupos políticos como el MAPUii. Y viene la radicalización de jóvenes católicos, muchos de los cuales confluirán en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. También se produce la radicalización de jóvenes (e inclusive algunos pastores) metodistas, valdenses y luteranos, muchos de los cuales se incorporan a o colaboran con la guerrilla. Por otro lado, cabe considerar el peso histórico del judaísmo, oscilante entre peso como religión y peso como comunidad étnica. Históricamente muy fuerte en el batllismo y en la izquierda.
Lo nuevo es lo que se puede denominar la incorporación a la política de las nuevas religiones. Un primer paso lo da Tabaré Vázquez, apenas estrenado como intendente de Montevideo, cuando abre el camino a la legitimación social del umbandismo con el monumento a Iemanjá; y con él, a la legitimación e inserción política de los cultos sincréticos de origen afro. Pero una segunda etapa explota a la superficie en estas elecciones, en una onda expansiva cuyo inicio se detecta con claridad hacia los comicios de 2009, y tiene como epicentro al Partido Nacional (aunque el fenómeno no se agota en el nacionalismo y se expande tanto hacia el frenteamplismo como hacia el coloradismo): es la acción política y el aporte financiero, discursivo y militante de las llamadas nuevas religiones cristianas, casi todas ellas de concepción pentecostal, en particular el papel de Misión Vida para las Naciones (conducida por el pastor Jorge Márquez) o el caso de un diputado del interior en cuyo discurso es imposible distinguir lo político de lo religioso. En ambos casos aparece -como apareció por ejemplo en los grupos católicos y protestantes radicalizados hace casi medio siglo- la interacción entre la fundamentación religiosa y la consecuencia política, el discurso político y el discurso religioso como uno solo.
Como se puede observar con claridad se percibe una acelerada caída del militantismo político tradicional. Quizás el elemento más paradigmático se observa cuando el llamado reparto de listas (la distribución en vía pública de las hojas de votación) que se hace en su abrumadora mayoría por personas rentadas, sin vinculación alguna con el sector político. Es decir, se pasó de la militancia voluntaria a la militancia compensada (el pago al militante por el tiempo dedicado) y de ella a la contratación del trabajo político para fines político-electorales, sin que el contratante tuviese adhesión alguna al grupo político para el que presta sus servicios (de paso, en negro, con absoluto conocimiento, aquiescencia y hasta estímulo de las autoridades)
Estos movimientos religiosos volcados a la política tienden a suplir esa carencia. Aportan gente con un fervor como tuvieron hace tiempo los frenteamplistas (hasta hace una o dos décadas), blancos (especialmente los wilsonistas hace tres décadas) y los batllistas (por el mismo tiempo). Y también el fervor de herreristas, batllistas del viejo Batlle, socialistas, comunistas y anarquistas hace tres cuarto siglo o un siglo. Si algo ha demostrado la militancia, cuando existe, es que su eficacia, su productividad, no es posible suplirla con personal rentado. Con límites, porque a veces el exceso de fanatismo de los militantes genera más rechazo que adhesión. Eso se vivió siempre y en todas las tiendas.