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En la era del Estado moderno, cabe resaltar como elecciones de esta importancia las de 1916-1918 (que marcan el comienzo de la poliarquía o democracia liberal), las de 1958 (que inicia la alternancia de los partidos tradicionales en la titularidad del Poder Ejecutivo, ya fuere titularidad de la Presidencia de la República o mayoría del Consejo Nacional), las de 1971 (con el fin del bipartidismo histórico y el surgimiento del tripartidismo) y las de 2004 (con el fin de la hegemonía de los partidos tradicionales y un nuevo predominio por parte de un tercer partido relevante).
Las elecciones de este 2019 constituirán un hito histórico pues marcan el comienzo de una profunda transición del sistema político. Son varios los elementos que caracterizan esta transición:
Uno. Por primera vez en la historia del país, en el siglo largo en que adquirió la calidad de poliarquía, el Parlamento se conformará con cuatro partidos relevantes, de diferente peso relativo. El Número Efectivo de Partidos (un indicador en Ciencia Política para medir la fragmentación partidaria) fue promedialmente de 2,4 hasta 1966, de 2,8 desde 1971 hasta 2014 y todo indica que será de entre 3,6 a 3,8 en la próxima Legislatura. Se pasó del bipartidismo histórico al tripartidismo del último fin de siglo y ahora a un tetrapartidismo.
Dos. La fragmentación se complementa con la alta probabilidad de tener la mayor cantidad de lemas de partido en total que oscilará entre un piso de 7 y un tope de 9. En la hipótesis menor habrá 6 lemas de partido representados, lo cual iguala a las Legislatura que van de las elecciones de 1942 a las de 1954.
Tres. Ningún partido por sí solo no solo no tendrá mayoría absoluta en ninguna de las cámaras, sino que siquiera se acercará a la misma. Entre el primer partido (fuera de toda duda el Frente Amplio) y la mayoría absoluta habrá una distancia de no menos de un décimo de las bancas en la cámara baja y al menos una por debajo de la mitad en la cámara alta.
Cuatro. Hay una probabilidad importante que tampoco alcance la mayoría absoluta la coalición de partidos (Colorado más Nacional) que gobernó en tanto tal bajo las presidencias de Lacalle Herrera, Sanguinetti (bis) y Batlle Ibáñez. Pero inclusive tampoco puede asegurarse que complemente esa mayoría absoluta con el aporte de dos partidos muy próximo, como el Independiente y el de la Gente.
Cinco. Irrumpe en el Parlamento al menos un partido político completamente nuevo (podrían llegar a ser hasta dos o tres), que no son transformación ni escisión de los partidos pre existentes. Todos los partidos sentados en el Parlamento a lo largo de la historia del país —hasta los comicios de 2014— son consecuencia de los dos partidos fundacionales creados en el periodo 1825-1836 o de los partidos originados al despuntar el siglo XX (1905-1910).
A ello se suma que el próximo presidente de la República, cualquiera que fuere, el que resulte elegido el 24 de noviembre, tiene ante sí cuatro grandes opciones para llevar adelante su gobierno, desde el punto de vista del formato político:
Uno. Conformar una muy amplia coalición que le permita consolidar la mayoría absoluta tanto en el Senado (que tiene menos obstáculos) como en la Cámara de Diputados (que es más complejo). Y gobernar en base a una coalición equilibrada.
Dos. Gobernar con una coalición desequilibrada, con preeminencia del partido del presidente y el apoyo auxiliar de otro u otros partidos en calidad de asociado/s —que no serían copropietarios plenos del gobierno— y por tanto, con menor compromiso en cuanto a la gestión y a afrontar las dificultades que sin duda sobrevendrán.
Tres. Gobernar con su propio partido y figuras o independientes o al menos —de ser partidizadas— sin representación partidaria, y no constituir mayoría parlamentaria estable. Ello exige como mínimo que no se conforme una mayoría parlamentaria hostil; es decir, se debe evitar el riesgo de que no solo no haya coalición para respaldar al gobierno sino que la haya para enfrentar al gobierno.
Cuatro. Apostar a un gobierno de tipo presidencialista (que no es el sistema uruguayo, aunque sí el argentino o el norteamericano), gobernar con su propio partido o con su propio elenco, y apostar a negociar caso por caso cada instancia parlamentaria: presupuestos, leyes, designación de entes autónomos y descentralizados, interpelaciones.
En la era del Estado moderno, cabe resaltar como elecciones de esta importancia las de 1916-1918 (que marcan el comienzo de la poliarquía o democracia liberal), las de 1958 (que inicia la alternancia de los partidos tradicionales en la titularidad del Poder Ejecutivo, ya fuere titularidad de la Presidencia de la República o mayoría del Consejo Nacional), las de 1971 (con el fin del bipartidismo histórico y el surgimiento del tripartidismo) y las de 2004 (con el fin de la hegemonía de los partidos tradicionales y un nuevo predominio por parte de un tercer partido relevante).
El relato descriptivo anterior se entiende significativo a los efectos de resaltar los grandes desafíos que afrontará el sistema político en su conjunto y en particular el partido o conjunto de partidos que asuman las riendas del próximo gobierno. Más aún en un contexto económico que los especialistas consideran delicado, lleno de desafíos y riesgos.
La fragmentación política es un fenómeno creciente y generalizado en el mundo de los países de desarrollo político alto, como lo es Uruguay, y en particular en el reducido mundo de democracias plenas estables (menos de 20 en el mundo) o el puñado de repúblicas democráticas plenas estables (9). Por tanto, para este país, es una realidad a aceptar y encarar.
*Presidente de Factum. Profesor Titular-Grado 5 de Sistema Electoral y Régimen Electoral Nacional de la Universidad de la República-Facultad de Ciencias Sociales