El Observador
Toda conmemoración histórica sirve algo para conmemorar, es decir, para recordar el pasado, pero el relato histórico y su interpretación sirven más para ver las distintas visiones del presente, la categorización de la gente– especialmente de las elites – en función de valores, creencias e ideas diversas. Cabe recordar que la historia se escribe y se reescribe al compás de los cambios en la sociedad, y además que los héroes se elaboran a imagen y semejanza de la sociedad que lo mitifica.
Artigas es el caso paradigmático, en quien cada cual pone en él lo que quiere del mundo y aspira de la gente (o lo que no quiere). Así existe el Artigas contrabandista y mujeriego, el jefe militar, el fundador de la nacionalidad, el protector de los pueblos libres, el revolucionario del Reglamento de Tierras, el repartidor de tierras, el demócrata liberal de las Instrucciones del Año XIII, el laico de la libertad religiosa en toda su extensión imaginable, el católico amigo de los franciscanos, el pensador inspirado en Rousseau, el inspirado en Thomas Paine. Pero también el cultor del la vida ascética, el jefe de medio mundo sentado en una cabeza de vaca, bebiendo ginebra en un cuerno de toro y dictando las órdenes a su secretario, en un rancho de terrón y paja con piso de tierra; el caudillo traicionado a diestra y siniestra, el derrotado en batalla tras batalla. Y finalmente existe el Artigas derrotado históricamente con la creación de un estado independiente en la Banda Oriental. Con Artigas se ha consumado una de las exquisiteces de la uruguayidad: lograr el consenso manuscrito – en este caso hagiográfico – para cada cual seguir sosteniendo las discrepancias con los demás. Así están la Leyenda Negra, la Leyenda Verde (militar), la Leyenda Roja (revolucionaria) y la Leyenda Azul (patriótica).
En realidad, en este país en realidad no hay acuerdo sobre quién realmente fue este prócer de la patria, al que se atribuyen virtudes asaz contradictorias como para que sirviese de símbolo desde la dictadura militar a la guerrilla revolucionaria, desde el liberalismo filosófico hasta el catolicismo, desde el patriotismo de la República Oriental del Uruguay hasta el patriotismo del destino manifiesto de los países del Plata, o más allá, de la Patria Grande. En lo que todos coinciden es en que fue un gran caudillo popular, no hay dudas sobre su orientación democrático-liberal ni su lucha por la libertad religiosa, tampoco sobre su empatía con el pueblo llano, y por encima de todo, que en torno a él o a su ciclo histórico se asientan las bases de la identidad oriental.
Mañana comienzan las celebraciones de un largo quinquenio de bicentenarios (del que queda fuera la captura de Montevideo por el artiguismo en 1816) y luego viene el quinquenio que va del Desembarco de la Agraciada hasta la Jura de la Constitución (1825-1830), que en medio registran la Declaratoria de la Independencia, el Tratado Preliminar de Paz y la creación del Estado independiente.
En las discusiones que han comenzado sobre periodos, fechas, personajes e hitos históricos, sobrevive una confusión, motivada muchas de ellas por el punto de partida de cada quien, y sobre todo por el punto de llegada. Pero además se sustenta en confundir varios elementos de discusión, que cabe enumerar meramente a título de somero inventario.
Uno es el surgimiento de la “identidad oriental”, es decir, la de un pueblo encuadrado en un territorio relativamente determinado, la Banda Oriental, que se siente diferente al de sus demás congéneres del Virreinato del Río de la Plata y de las posteriores Provincias Unidas del Sud, resiste cualquier tipo de hegemonía porteña y apunta a una fuerte autonomía. Lo que confunde es que muchas veces se pretende asociar la identidad oriental con el nacimiento de la República Oriental del Uruguay, es decir, con un estado independiente, lo cual lo último no es consecuencia natural de lo anterior. La identidad oriental buscó la autonomía pero no la independencia de la Banda Oriental (muy claro desde las Instrucciones del Año XIII a la Ley N° 2 del 25 de agosto de 1825)
Un segundo tema diferente es la creación de un estado independiente –llamado primero Estado de Montevideo y luego República Oriental del Uruguay- en que es indiscutible que es el producto de un designio británico funcional al Imperio, en base a su conveniencia de crear un “estado tapón” (“un algodón entre dos cristales”) para asegurarse el equilibrio entre las dos potencias emergentes de Sudamérica y por encima de todo, la internacionalización del Río de la Plata. Pero, no fue una construcción artificial, porque se basó en la existencia de un territorio con características diferenciadas del resto del Río de la Plata y de un pueblo con identidad propia, sentido de autonomía y de destino propio. Esto no gusta, como tampoco les debe gustar a los belgas ser producto de un proyecto similar y posterior de Lord Ponsonby
Una tercera cosa es el verdadero establecimiento de un Estado independiente. Desde que en diciembre de 1828 Joaquín Suárez proclama la existencia del Estado de Montevideo acorde al Derecho de Gentes hasta más o menos la culminación de la Guerra de la Triple Alianza, República Oriental no funge como país completamente independiente en lo político, y su vida, su paz y su guerra, son producto directo de los conflictos internos o de los intereses políticos de sus vecinos.
Y una cuarta cosa es el surgimiento de la uruguayidad, construcción en etapas en que se procesan fuertes cambios en la estructura económica (desde el alambramiento de los campos a las inversiones extranjeras en infraestructura), el formidable impacto de las voluminosas olas migratorias que cambiaron gran parte del ser nacional (el idioma, la comida, las costumbres) y la creación de un estado moderno, del Welfare State y de un sistema democrático liberal integral (poliarquía pura).