El Observador
Las crisis en Libia abre muchos ángulos de análisis: el principio de no intervención, la defensa de los derechos humanos, las formas de salida de una dictadura, la intocabilidad de las inversiones de particulares o estados, la tardanza de la comunidad internacional (¡cuatro décadas!) para descubrir que un gobernante amenaza la paz mundial o a algún vecino en particular, la rápida obsolescencia de elogiosas declaraciones del Fondo Monetario Internacional o de honores de gobernantes de potencias occidentales.
Uno de esos ángulos aparece tratado por el reconocido politólogo italiano Angelo Panebianco en relación a las complejas situaciones que generan las nuevas concepciones en materia de responsabilidad penal en delitos de lesa humanidad. Como se sabe, en los últimos lustros avanzó un movimiento cuyo efecto deliberado ha sido el debilitamiento del principio de nulla pena sine legge, la validación de juicios por comisión y de juicios ad-hoc, el cuestionamiento del predominio de la jurisdicción territorial y, en particular, el surgimiento de los principios de imprescriptibilidad, inamnistiabilidad, inindultabilidad e imperdonabilidad de dichos actos.
Panebianco dice (Corriere della Sera, 7 de marzo pasado): “Dado que no solo a los libios sino también a nosotros [los italianos] nos conviene que Gaddafi se vaya, se puede comprobar cuánto han sido improvisadas las declaraciones del Consejo de Seguridad de la ONU del 26 de febrero, según la cual Gaddafi será llevado a juicio ante el Tribunal Penal Internacional, la apertura de un proceso en su contra por el Tribunal de La Haya, la alerta de Interpol para evitar que él y su entourage puedan expatriarse. No se necesita nunca poner a un dictador que aún no ha abandonado el poder con las espaldas contra la pared. Servía un salvoconducto, no un proceso”.
En línea coincidente, se atribuye al rey de España haber dicho en Montevideo –cuando su reunión en 1983 con los líderes políticos uruguayos- que a los militares en el poder no se les debe arrinconar contra una pared; en todo caso se les puede encerrarlos entre dos paredes, para que construyan un corredor y se vayan. En uno y otro caso se hace referencia a que no siempre, a veces muy pocas veces, la solución pasa por la rendición incondicional del contrario, máxime si ese contrario sabe a ciencia cierta que su rendición incondicional es sinónimo de patíbulo.
La amnistía, la gracia, el indulto, el perdón, son viejos institutos creados precisamente hace miles de años para terminar una guerra, impedir o concluir una guerra civil, permitir el abandono del poder por parte de alguien rechazado y con mala conciencia (generalmente algún déspota o autócrata). Son por definición la pretensión de olvido, que supone de manera explícita la renuncia a la justicia en función de otro bien que en ese momento y lugar se considera superior: la paz, el fin de la dictadura, el cese de hostilidades. Sin algún tipo de gracia la única opción que queda al perdidoso condenable al patíbulo, es obligarlo a morir en plena lid: extender la guerra hasta la exterminación total de su bando, prolongar ad infinitum una guerra civil, mantener una tiranía seguramente con incremento de los baños de sangre. El dilema de hierro que afrontan los pueblos en determinados momentos históricos es tener que optar entre la justicia y la paz, opción muy fácil a favor de la paz y en contra de la justicia cuando se está en medio de las bombas y las metrallas, difícil o imposible de aceptar cuando se discute el tema en una sociedad en paz, porque la paz ya existe y no requiere ser conquistada.
Cuando avanzó este proceso en materia de derecho penal internacional, siempre surgió la pregunta –ahora formulada en voz alta desde la autoridad que puede tener un Panebianco- cómo se puede terminar con una dictadura o concluir una guerra sin amnistía, salvo en el caso de derrota total y rendición incondicional del perdidoso. Cabe recordar que las guerras concluidas por rendición incondicional son las menos, constituyen la excepción en la historia; quizás el hecho que Alemania se haya rendido incondicionalmente, o también el bando republicano en la Guerra Civil Española, generen una ilusión óptica al respecto. Las dictaduras se terminan de tres maneras: por salida otorgada (porque los titulares del poder llegaron a considerar preferibles las ventajas de irse antes que los riesgos de quedarse), por pacto o por rendición. Casos paradigmáticos son los de España (salida otorgada), Uruguay (salida pactada) y Grecia (rendición). Excepto en esta última, no hay otorgamiento ni pacto sin alguna forma de amnistía, que en buen romance es necesariamente una forma de impunidad y de negación de la justicia.
Quizás Angelo Panebianco se equivoca en el ejemplo, porque Muammar al-Gaddafi proclamó su voluntad de luchar hasta morir con las armas en la mano, lo cual es absolutamente creíble visto su mesianismo. Pero salvo con Gaddafi o Saddam Hussein, el planteo es absolutamente correcto. Si hay inicio de proceso internacional y pedido de captura internacional, y no hay ni gracia ni salvoconducto, entonces los caminos que quedan son cuatro: aceptar que el perdidoso se quede si no se le puede derrotar rápidamente; contratar a un asesino profesional (hábil y probablemente suicida); lanzar una lluvia apocalíptica de misiles, bombas y metralla; o resignarse a una prolongada y sangrienta guerra civil. En realidad, ese es el precio de la justicia infinita, guste o no guste.