El Observador
México, país donde abundó el fraude [...] realizó un larguísimo proceso de elaboración de un régimen electoral confiable, en busca de que no solo fuese correcto, preciso, sino además creíble para los más descreídos. [...] Sin embargo, contra toda lógica, el perdedor vuelve a usar el fantasma del fraude y el llamado a la desobediencia civil. [...] la democracia solo es pacíficamente aceptable cuando hay espíritus pacíficos que puedan aceptar el triunfo y la derrota, por igual.
La mitología cuenta que Narciso, enamorado de su propia imagen reflejada en el agua, absorto en la contemplación de su propia belleza, terminó cayendo al agua y ahogándose. Fue el castigo de los dioses. El narcisismo es un componente necesario en la política electoral, como en todo arte de seducción popular. Pero así como es fundamental la existencia de ese algo o ese mucho de divismo, lo es también el equilibrio suficiente para marcar los límites a su propia contemplación, al dominio de su propio ego, porque sin esos límites la leyenda de Narciso se cumple a cabalidad, y el divo absorto en su propia imagen cae al agua y se ahoga.
Hay muchos ejemplos en el mundo de formidables actores políticos, a su vez excepcionales políticos actores, cuyo éxito dimana de sus cualidades de seducción, que no conciben siquiera la menor probabilidad de fracaso. No hay lugar para probabilidades estadísticas ni aún residuales. Si uno es el más capaz, el más inteligente, el que más expresa al propio pueblo ¿cómo es posible que en una disputa en sana ley, pueda ser derrotado? La derrota de Narciso solo es concebible mediante la acción de algo o alguien, humano o divino, que cambia las justas reglas del universo. En el campo político electoral eso se traduce en que Narciso solo puede ser derrotado si hay alguna forma de fraude, si se manipulan los votos, se alteran los padrones, votan los muertos, se impiden candidaturas, se impide el ejercicio del sufragio a los narcisistas, se compran votos, se malinforma a la opinión pública, se intoxica la información. Solo así y exclusivamente por ello puede cambiarse el resultado ineluctable del triunfo de Narciso. Y la prueba contundente de esa manipulación, de esa alteración de las reglas justas del universo, es la derrota de Narciso. No se requiere otra probanza, que el mero hecho de la derrota.
Ocurre además que la competencia electoral en la democracia política, en la democracia de partidos, para ser más exactos en la poliarquía, requiere de una profunda internalización de lo justo de las reglas de juego y de la imprescindibilidad de su respeto. Si no, se incurre en aquella célebre frase de Jorge Luis Borges, cuando definió la democracia como un abuso de la estadística. Porque en realidad, de dónde sale que un poquito más de la mitad, uno más que la mitad, muchas veces medio más que la mitad, son los que tienen derecho a decidir por el todo ¿Y por qué no cinco más que la mitad, o diez, o mil? Pero además hay muchos sistemas donde el que decide es menos de la mitad, solo por ser la mayor parte de varias. Entonces, es un largo proceso, muy largo, en que primeros las elites políticas y culturales de una sociedad, luego la sociedad en su conjunto, aprehenden la importancia de que haya reglas convenidas entre todos, y que a partir de allí, del cumplimento de esas reglas, resulta justo lo que resulte de jugar de ese modo.
No siempre las reglas matemáticas de la democracia son aceptadas sin al menos un rechazo interior. Porque siempre hay muchos que consideran que las reglas son justas si la gente vota como uno quiere, y son injustas si ocurre lo contrario. Eso es así en México, en Uruguay, y en buena parte del mundo.
Una sociedad llega a la madurez democrática cuando el resultado electoral es aceptado sin rechistar por los perdedores. Ocurre así en Uruguay. Un clarísimo ejemplo se dio en una de las elecciones más reñidas, cuando Tabaré Vázquez logró ser elegido en primera vuelta con un excedente de tan solo el 0,45% de los votos. Y sin un solo dato oficial de la Corte Electoral, por el mero anuncio de una consultora de opinión pública, a través de la proyección de escrutinio, la sociedad entera, los contendientes, el gobierno, aceptaron ese resultado. Es que Uruguay hace mucho pero mucho tiempo que está libre de fraude y hay una pacífica aceptación de las reglas de juego y de los resultados.
Es lógico que México, país donde abundó el fraude y donde quizás ha sido mayor todavía la leyenda del fraude, tarde mucho en que todos internalicen las reglas de juego y logren la profunda credibilidad en lo que emerja de las urnas. Pero si esto es difícil para los hombres y las mujeres comunes, también difícil para los actores políticos medios, no debe serlo para los actores de primera línea, que cuentan con todos los elementos a su alance para, en forma racional, saber cuándo hay y cuándo no hay fraude.
México realizó un larguísimo proceso de elaboración de un régimen electoral confiable, en busca de que no solo fuese correcto, preciso, sino además creíble para los más descreídos. En ese trabajo de largos años contó entre otros con la ayuda del por largos años presidente de la Corte Electoral de Uruguay, que exportó reglas y procedimientos que se han visto blindados por más de tres cuartos de siglo. México creó dos instituciones separadas para organizar y juzgar las elecciones, el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Federal de Elecciones (TRIFE), ambos –pero principalmente el primero- con ingentes recursos financieros, humanos y materiales. Especialmente con figuras de gran relieve en materia electoral. Muchos observadores uruguayos tanto de las elecciones presidenciales de 2006 como de las de 2012 han documentado la credibilidad de los comicios. Pormenorizados análisis estadísticos realizados en Montevideo sobre las elecciones de 2006 permitieron inferior que no existen desviaciones significativas que posibiliten inferir manipulación en los resultados.
Sin embargo, contra toda lógica, el perdedor vuelve a usar el fantasma del fraude y el llamado a la desobediencia civil. Lo que en México se demuestra es que no hay procedimientos por minuciosos que fueren, no hay trasparencia alguna, rigurosidad en las normas y en su aplicación, jueces y funcionarios capaces e imparciales, no hay nada de eso que pueda contra la enorme herida narcisista del que no acepta que el pueblo no lo haya preferido. Hay que acostumbrarse, la democracia solo es pacíficamente aceptable cuando hay espíritus pacíficos que puedan aceptar el triunfo y la derrota, por igual.