El Observador
Las reformas políticas tienen un serio problema en el manejo de los tiemposi: la ansiedad por hacer cambios ya, que operen lo más pronto posible, en las elecciones inmediatamente siguientes. Y esa ansiedad supone una contra: es inevitable que todos los actores calculen los efectos de las diferentes reformas como un estudio prospectivo de ganancias y pérdidas en las diferentes carreras, desde la presidencial hasta la de gobiernos departamentales, pasando por bancas legislativas, alcaldías y concejalías.
Las reformas políticas tienen un serio problema en el manejo de los tiemposi: la ansiedad por hacer cambios ya, que operen lo más pronto posible, en las elecciones inmediatamente siguientes. Y esa ansiedad supone una contra: es inevitable que todos los actores calculen los efectos de las diferentes reformas como un estudio prospectivo de ganancias y pérdidas en las diferentes carreras, desde la presidencial hasta la de gobiernos departamentales, pasando por bancas legislativas, alcaldías y concejalíasii. Ello lleva a que cuanto más cerca se esté del siguiente ciclo electoral, más difícil es consensuar reformas significativas, por lo que el tiempo donde los espíritus pueden estar más calmos es en el corto lapso que va desde la conclusión del Ciclo Electoral Global, con la realización de las elecciones departamentales y el comienzo del tercer año de gobierno nacional. Como quien dice, es el estrecho plazo que va desde el 11 de mayo de 2015 hasta el fin del año 2016. Realisticamente, no va más allá.
Normalmente se parte como inventario de inicio con los diversos resultados habidos en las pasadas elecciones nacionales y departamentales. A ello se suma lo que cada actor agrega o quita sobre elementos que lo perjudican o que lo benefician, evaluados en base a insumos científicamente elaborados, o a insumos objetivos interpretados subjetivamente, o a las estimaciones a ojo de buen cubero, o simplemente en función de deseos, angustias y rencores. Así, toda propuesta que modifique cualquier elemento del sistema político va a ser pesada y medida en función de una sola pregunta vista del derecho y del revés: ¿Y esto cuanto me beneficia y cuánto me perjudica? ¿Cuánto beneficia y cuánto perjudica a mis contrincantes, que en primer lugar son los entrañables compañeros de partido y más lejanamente los adversarios de otros partidos?
Cuando se inició el estudio de la reforma que conduzco al texto constitucional de 1997, el presidente electo convocó a diversos especialistas (constitucionalistas, politólogos) a una lluvia de ideas para compartir con todo el sistema político. Entre esas ideas este analista propuso algo que fue recibido, con la mayor cortesía y ponderación, como un dislate: hacer una reforma en etapas, en al menos tres etapas. En una primera etapa, con vigencia para las elecciones siguientes de 1999, aquéllas que lograsen un rápido consenso, sencillamente porque afectasen lo menos posible las reglas de juego y, por tanto, no cambiasen el inventario de inicio: nadie se sentiría beneficiado ni perjudicado. Para una segunda etapa, con vigencia para las elecciones de 2004, podrían encararse reformas más sustantivas, dado que ya los cálculos de beneficios y perjuicios no resultan tan claros; las variables que pueden incidir a casi diez años vista son muchas, y los inventarios de inicio en el momento de la discusión reformista difícilmente se mantengan sin modificaciones sustanciales. Y finalmente un tercer capítulo de reformas para estrenar en los comicios de 2009, que ahí sí implicasen cambios fuertes, seguramente con afectaciones positivas y negativas para los actores políticos. La gran ventaja es que aun para los más optimistas en cuanto a sus expectativas biológicas y políticas, resultaba difícil evaluar si quince años después iban a estar del lado de los beneficiados o de los perjudicados por dichas reformas.
Cabe recordar que 1994 fue el año del triple empate, de los tres grandes partidos en el entorno del 31% del total de votantes, con una diferencia del 1,1% entre el primero y el segundo y del 0,6% entre el segundo y el tercero; dicho de otra manera, con una distancia de tan solo 1,7% entre el primero y el tercero. Esto asustó a más de uno, en parte por ver que un sistema semiparlamentario donde hubiese triunfado el que contaba con un tercio del Parlamento a su favor y dos tercios en contra, ponía al sistema en el límite de su funcionalidad. Además, la tendencia electoral mostraba un inexorable crecimiento del Frente Amplio y el riesgo de que uno de los dos lemas tradicionales se derrumbase al establecerse una nueva arquitectura de competencia binaria.
Si se mira desde hoy, veinte años después, las conclusiones son muy claras. El escenario electoral de 1999 se presentó dentro de la gama de probabilidades imaginables en 1994, más favorable a unos, más perjudiciales a otros, pero dentro de lo razonablemente previsible: el Frente Amplio continuó su línea ascendente, pasó a ser el primer partido y estuvo lejos de la mayoría absoluta; el Partido Colorado y el Partido Nacional se ubicaron uno delante del otro, como ocurrió en todas las elecciones habidas hasta entonces en el país moderno, excepto cuatro: 1925 (febrero), 1958, 1962 y 1989. Pero ese Partido Nacional cae al nivel más bajo de su historia.
Pero diez años después, las elecciones de 2004 dan cuenta de algo que ya excede lo sensatamente previsible: el Frente Amplio supera en tres puntos porcentuales a todos los demás partidos sumados, el Partido Colorado se desploma al peor resultado de su historia, con apenas la décima parte del electorado. Y quince años después, el escenario era del todo imprevisible, dentro de lo razonable y más allá de fantasías, con un Frente Amplio que por primera vez desde su fundación registra una caída real en porcentaje de votos y en bancas, un Partido Nacional que se recupera y obtiene uno de los mejores resultados en la democracia restaurada y el Partido Colorado inicia su recuperación y abre una interrogante sobre hacia dónde va cuantitativamente.
Lo que parecían quince larguísimos años ya pasaron. Transcurrieron cinco años más de esos quince. Esto demuestra que el argumento para no utilizar ese método careció de validez: es demasiado tiempo. Sería sensato volver a pensar si el camino para la reforma, el manejo de los tiempos para la reforma, no pasa por encararla con tres etapas de horizonte temporal: para 2019, 2024 y 2029.