El Observador
El delito de “abuso innominado de funciones” es una de las herencias que el código mussoliniano dejó en el derecho uruguayo [...] El uso de este delito en la justicia ordinaria es asimilable al uso del delito de “ataque a la fuera moral del Ejército y la Marina” en la justicia militar. [...] A esta altura han sido víctimas los tres partidos que han cumplido roles de gobierno y administración. Hay sin duda muchos procesados por verdaderos delitos, los que son tales sin necesidad de conspiración alguna.
“En el último momento, cuando todo está perdido, la civilización es salvada por un pelotón de soldados”. La frase (traducción libre) de Oswald Spengler en su célebre “La decadencia de occidente”, fundamentó y dio sólida base teórica al papel militar como ultimo ratio de la sociedad, especialmente de la civilización occidental. En las ocho primeras décadas del siglo pasado (para no ir más atrás) tuvo alto peso en las corporaciones militares de buena parte de los países del mundo el sentir ser los llamados a tutelar los valores de una sociedad y preservar la sustancia de las instituciones. Así se fundamentó el papel militar tanto en los golpes militares latinoamericanos como en el soporte militar a los gobiernos de modelo fascista europeos.
Producido el colapso de esta teoría, con el fracaso universal de los gobiernos militares y su descrédito por las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, al despuntar la última década del siglo aparece una visión sustitutiva en el papel tutelar: el que se atribuyen a sí mismas las corporaciones judiciales (magistratura judicante, ministerio público). El caso paradigmático es el de Italia, donde en 1993 la corporación judicial (impulsada y ayudada por actores políticos) derriba la Primera República (en lo que técnicamente es un golpe de Estado) e interfirió para poner cortapisas en la campaña electoral de unos de los tres líderes de mayor peso en el país. Este fenómeno, paralelo y sustitutivo al de la militarización, es denominado “judicialización política”
Una de las variantes de la judicialización política -en que se invierte el vector- es cuando el sistema político se siente incapaz de resolver sus diferencias en el terreno propiamente político y deriva el juego a la cancha del sistema judicial. En Uruguay la judicialización política tiene como comodín el delito de “abuso innominado de funciones”, que en sustancia es contrario al concepto democrático liberal garantista del derecho penal, es esencialmente contrario a la teoría de la democracia en sentido de poliarquía, y se inspira en la teoría mussoliniana del Estado. Es una de las herencias que el código mussoliniano dejó en el derecho uruguayo. El uso de este delito en la justicia civil (entendida como no militar) es asimilable al uso del delito de “ataque a la fuera moral del Ejército y la Marina” en la justicia militar. En buen romance, en uno y otro caso ocurre lo siguiente: no se puede probar la comisión de ningún delito entendido como tal en el más ortodoxo concepto del derecho liberal, democrático y garantista, pero el magistrado o el fiscal, o ambos, tienen la plena convicción que hay trapos sucios que deben develar, y a falta de prueba y de delito efectivo, recurren a la teoría penal mussoliniana o a la tesis militarista del delito, y procesan, juzgan, sentencian esencialmente por convicción personal, en el campo etéreo del abuso innominado o del ataque a la fuerza moral, que en esencia lo uno y lo otro son lo mismo, desde el punto de vista de teoría de la democracia. No en vano la doctrina penal uruguaya, en forma pacífica y constante, ha considerado inconstitucional este delito.
A esta altura han sido víctimas los tres partidos que han cumplido roles de gobierno y administración. Hay sin duda muchos procesados por verdaderos delitos, los que son tales sin necesidad de conspiración alguna. Pero el rosario de víctimas de la judicialización, del abuso innominado de funciones, comienza con el ex ministro de Economía y ex presidente del Banco Central nacionalista Enrique Braga. Desde entonces han sido golpeados otros nacionalistas como los ex intendentes Walter Zimmer y Andrés Arocena, colorados como Juan Justo Amaro y Benito Stern, frenteamplistas como Gerardo Amaral, Fernando Lorenzo y Fernando Calloia. Todos ellos procesados por lo que hace cuatro décadas hubiese sido “ataque a la fuerza moral del Ejército” y hoy se llama “abuso innominado de funciones”.
Debe entenderse que los procesamientos o acusaciones sean antidemocráticas y antiliberales, no implica que los actos administrativos o de gobierno sean correctos. En muchos casos puede haber o hubo errores y hasta garrafales. Pero ese es un tema político y no judicial. La responsabilidad política puede conllevar la renuncia al cargo. Pero una cosa es un error político, gubernativo o administrativo, por grave que sea, y otra cosa es que un error sea perseguible penalmente. Eso es otra cosa. Un tema que da para un análisis en sí mismo, es el valor del pronunciamiento electoral en las elecciones. Porque perseguir o penar a alguien elegido por la ciudadanía (e impedirle ejercer su función como al ex intendente de Colonia Walter Zimmer), es perseguir a quienes lo eligieron. Muchas veces se confunde que la esencia del fuero es la defensa del elector. Es a él a quien se debe el electo. Cuando se cambia la titularidad de la Intendencia de Colonia por una decisión judicial, por ejemplo, se afecta el producto de las elecciones y se afecta profundamente la decisión de los ciudadanos colonienses.
El sistema político es culpable, porque mientras la judicialización política se inició y avanzó, cada uno festejó el golpe dado al otro. Desde el gobierno colorado y una parte nada menor del Partido Nacional se festejó la “ofensiva baguala” contra Braga y el gobierno de Lacalle. El Frente Amplio miró desde la tribuna, puso su grano de arena y se benefició de ello. Desde tiendas frenteamplistas se desató el ataque contra Amaro. En otros casos las víctimas fueron atacadas desde sus propias tiendas. Los intentos de derogar el delito mussoliniano de “abuso innominado de funciones” no prosperó hasta ahora. En unos casos, por temor a la opinión pública, por miedo a quedar como ocultadores de las malas prácticas. En otros casos, por hacer gala de puritanismo: yo no tengo nada que ocultar, son los potenciales corruptos los temerosos de este delito (luego el cielo les devolvió el regalo, con creces). Y en otros sencillamente porque les venía bien la víctima de turno.