08 Jun. 2019

El dinero, el baile y el mono

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Una campaña electoral cuesta dinero. Mucho o poco, pero siempre algo cuesta. Y alguien la paga. Quién la paga no es neutro. El dinero siempre sale de algún lado. Sus efectos son muy claros: o la pueden hacer los tenedores de fortuna, o la pueden hacer los recolectores de fondo que colectan a quienes tienen fortuna o manejan fortunas propias o ajenas, o lo aporta el erario público. Pero para que el mono baile, dinero tiene que haber. Y para la dimensión de esta comarca, bastante dinero.

El financiamiento de la política: una discusión pendiente, redescubierta

El financiamiento de la política es un tema muy complicado, que en Uruguay ha sido discutido muy mal y tardíamente. Los avances han sido muy pocos, y las reticencias muchas, porque cada quien se preocupó de mirar el pequeño perjuicio inmediato que le podría ocasionar a la propia persona o a la propia agrupación, y el pequeño beneficio también inmediato que podría producirle a su adversario, que casualmente es su vecino, su compañero de partido. El último intento naufragó con la finalización del año pasado.

Sin embargo, algo se avanzó, sobre todo en mayo de 2009, mediante una ley técnicamente deficiente. Pero ese pequeño avance obtuvo el nulo control por parte de la Corte Electoral. De donde, lo único importante es el aporte estatal a las campañas electorales que alcanza a una cifra circa 35 millones de dólares por quinquenio. A ello cabe agregar los minutos de publicidad gratuita en radio y televisión, cuyo costo es muy difícil de calcular, pero que puede estimarse aproximadamente en una cifra de entre 20 y 30 millones de dólares, según la tarifa que se tome. El gasto total electoral puede estimarse, a ojo de buen cubero, con difícil determinación de qué comprende y qué no, en una cifra que va de 70-80 a 100 millones de dólares. El Estado cubre en dinero entre un tercio y la mitad, a lo que corresponde agregar los tiempos gratuitos de publicidad en medios audiovisuales, que pasa a elevar el aporte público al entorno de los dos tercios del gasto global (en estas cifras no se computa el presupuesto de la Corte Electoral ni las partidas extraordinarias de organización de actos electorales).

Bien, más o menos cuando naufragaba el último intento de regular algo con mayor alcance y precisión, en ese mismo momento sonaron todas las alarmas por el aterrizaje de un millardario, en condiciones de financiarse cómodamente las campañas electorales que le pluguiesen. Antes, una pequeñas campanillas sonaron cuando la aparición de un millonario a la uruguaya, campanas que no sonaron cuando se autofinanció su propia campaña electoral departamental de Montevideo en alianza con blancos y colorados, sino que sonaron cuando fundó su propio partido en competencia con blancos y colorados. El punto en discusión: cuidado con candidatos que por sí solos pueden financiar su propia campaña, lo cual establece un gran desnivel con los que no pueden hacerlo. No cabe duda que tener dinero —y además de tenerlo, estar dispuesto a gastarlo— es un desnivel con los candidatos que no disponen de ese dinero.

¿Qué hacen los que no tienen dinero? Pues muchos, de todos los partidos grandes y algunos no tan grandes, recurren a las grandes empresas en busca de contribuciones. Hay un standard de principales candidatos de pedidos de a 200 mil dólares, otros de cifras de solo decenas de miles. Hay cenas, muchas cenas, de a mil dólares el cubierto, que a las empresas les significan 10 mil dólares cada mesa por cada candidato. El punto en discusión es: esas contribuciones qué son ¿Son mecenazgos en pos de la libertad política y la equidad electoral? ¿Son dineros que da la mano izquierda sin que se entere la mano derecha, como obras de caridad? ¿O son inversiones que más tarde o más temprano darán su rédito, ya fuere en beneficios, ya en evitar perjuicios?

Hay una tercera vía, cada vez más reducida y de menor impacto, que son los aportes en voluntariado o militancia (en horas de la propia gente) y en contribuciones pequeñas, de pequeños porcentajes de un salario normal. La realidad es que hoy por hoy eso solo permite financiar a partidos muy pequeños o a agrupaciones políticas también de escasa dimensión. No constituyen el grueso de una campaña electoral ni impactan en las cifras globales.

Una cuarta vía es la contribución pública, que abre múltiples discusiones. Una es cómo se distribuyen esos dineros de manera equitativa. Por lo que se ha visto en la discusión parlamentaria y más aún en los corrillos, es que hay consenso en considerar que equitativo es lo que a uno lo beneficia e inequitativo lo que beneficia al otro. Concepto que como se ve impide un consenso sobre reglas de juego. El único consenso logrado es el de hace casi un siglo sobre el reparto de los subsidios estatales en dinero en proporción a los votos obtenidos. Ni siquiera un criterio parecido para la publicidad electoral logró consenso (aunque sí logró una declaración de inconstitucionalidad de la Suprema Corte de Justicia, tan sorpresiva la declaración como más sorpresivo su fundamento, expresivo de un escaso conocimiento del tema, tanto teórico como comparado).

La otra discusión sobre la vía del financiamiento público surge de segmentos de opinión, o de movimientos, que expresan recelo de los actores políticos, a los que ven inmersos en carreras de tipo personal. Para este segmento (como lo ha representado Podemos en España o 5 Stelle en Italia), financiar la política y las campañas electorales es financiar las ambiciones personales de los políticos. Una tercera discusión sobre la vía del financiamiento público es la que expresan los tenedores de permisos de servicios de comunicación audiovisual; vulgarmente dicho, los propietarios de radios y canales, a quienes esos minutos gratuitos les significa una considerable disminución de su facturación. Como se ve, cada uno se espanta, se enoja o rechaza cómo se financia el otro. Y el otro se espanta, se enoja o rechaza cómo se financia el uno.

El tema es que una campaña electoral cuesta dinero. Mucho o poco, pero siempre algo cuesta. Y alguien la paga. Quién la paga no es neutro. El dinero siempre sale de algún lado. Sus efectos son muy claros: o la pueden hacer los tenedores de fortuna, o la pueden hacer los recolectores de fondos que colectan a quienes tienen fortuna o manejan fortunas propias o ajenas, o lo aporta el erario público. Pero para que el mono baile, dinero tiene que haber. Y para la dimensión de esta comarca, bastante dinero.